Marcha a paso ligero por el mayo rampante

Jasper Bernes

Al castellano: Æderean

https://jasperbernes.substack.com/p/a-brisk-march-through-the-creeping


Parte seis

[de una serie:  1 ,  2 ,  3 , 4, 5]

19 de abril de 2021

Un paso adelante y dos pasos atrás. Todas mis tentativas de hacer avanzar la historia de la comunización parecen haberme devuelto a sus antecedentes en la izquierda comunista y el comunismo de consejos, cuando no en Marx y la Segunda Internacional. Esto se debe a que la teoría de la comunización siempre se presenta de forma narrativa, según he podido aprender. Los ensayos de Gilles Dauvé y Francois Martin han sido traducidos y titulados en inglés como Eclipse and Reemergence of the Communist Movement, una narración del movimiento obrero y de su eclipse contrarrevolucionario, contada desde el punto de vista de un nuevo ciclo de luchas que avanzaba sobre bases nuevas. Aquí, la crítica de la ultraizquierda histórica es la consecuencia teórica de un desplazamiento real en la lucha de clases, visible por primera vez en el ‘68 pero confirmado en los años transcurridos desde entonces. El objetivo de la teoría de la comunización es hacer balance de lo que ha cambiado, y eso requiere como mínimo un entonces y un ahora.

Las secciones que tratan sobre mayo del ‘68 y su vida de ultratumba no las escribió Dauvé sino François Martin (pseudónimo de François Cerruti), quien nos dice que lo significativo de mayo del ‘68 fue sobre todo lo que no sucedió, «el gran silencio del proletariado», que se levantó para interrumpir y paralizar al capital, para detener la maquinaria industrial, pero que en ninguna parte formó organizaciones obreras adecuadas a la tarea de una toma revolucionaria de ese aparato. Sólo en Censier, en la universidad ocupada, se formó un comité obrero explícitamente comunista, que reunió a miles de trabajadores radicales con estudiantes e intelectuales ultraizquierdistas, y que propuso la «autogestión generalizada» y medidas revolucionarias inmediatas.

Si bien estos llamamientos cayeron en saco roto, las élites de la universidad, de las salas de juntas y de las sedes del Estado estaban escuchando. De forma sumamente irónica, el control obrero se consideró como la reivindicación explícita de la revuelta en el preciso momento en que la clase obrera se negaba en la práctica a tomar el control y a formar organizaciones de autogestión obrera:

El propio P.C.F incluye la «participación real» en su programa gubernamental. El otro gran sindicato, la CFDT, aboga por la autogestión, que también apoyan los grupos ultraizquierdistas favorables a los consejos obreros. Los trotskistas proponen el control obrero como programa mínimo para un gobierno obrero.

Los patronos también reconocieron rápidamente en el lenguaje de la autogestión no su propia eutanasia inminente, sino una forma de intensificar el trabajo, subjetivamente, de obligar a la implicación en el proceso de trabajo, seduciendo a los trabajadores para que participasen en su propia explotación y viesen en ella su emancipación.

1968 fue un enigma, y sigue siéndolo, porque no surgió como respuesta a una crisis política o económica declarada. Surgió de un antagonismo producido por el crecimiento mismo, no por su interrupción, de la reorganización histórica de la sociedad francesa a lo largo de los Treinta Gloriosos. Llegar a la raíz del antagonismo no era fácil, pues parecía brotar de una mezcla de quejas cualitativas y existenciales, más visibles en los movimientos estudiantiles y juveniles de la época. Realización, sentido, dignidad, participación, expresión creativa. Entre estas reivindicaciones y los lugares de trabajo capitalistas, sin embargo, había una contradicción, por eso Martin sostiene que la ausencia de instituciones concretas de control obrero en el ’68 no se debe a la timidez de la clase trabajadora, sino a su intransigencia: los trabajadores ya no estaban interesados en asumir la responsabilidad de su reproducción como trabajadores, ahora claramente incompatible con sus necesidades como seres humanos. En el fragor de la lucha se reveló algo más, algo que quedó excluido por el momento de las negociaciones e incluso por la propia identidad obrera. Después del ‘68, en Francia y en Italia, donde esta subjetividad será aún más clara, pareciera que los grupos autoorganizados de trabajadores hacían huelga por hacer huelga y contra la finalización de la misma, encontrando en los medios un fin en sí, y exhibiendo indiferencia hacia la marcha de las negociaciones finales, que siempre conducían al desempoderamiento.

Los ultraizquierdistas de Censier perseguían lo que ellos creían que era el programa comunista máximo, fundado en la expropiación autoorganizada de los medios de producción por parte de comités de trabajadores. A los participantes les costó meses y años asumir el silencio del proletariado, su pasividad curiosamente agresiva; la teoría de la comunización es una forma de llegar a asimilar lo que surgió directamente de los debates de aquellos que continuaron reuniéndose para poder descifrar lo que había sucedido. Pero la explicación que da Martin en su libro no es tanto una explicación como una observación, una señal que indica el problema. Podemos entender la teoría de la comunización como una serie de intentos de asimilar este silencio, que habría de reaparecer, de una forma u otra, en cada lucha significativa desde entonces. Así es como Dauvé y otros lo describen en un documento posterior, que ofrece un relato mucho más completo y rico de 1968:

En las fábricas de 1968 apenas se encontraba el ambiente festivo de 1936. La gente sentía que había sucedido algo que podía ir más allá, pero evitaba hacerlo. La atmósfera de gravedad que reinaba iba acompañada de un resentimiento contra los sindicatos, un chivo expiatorio conveniente, mientras que sólo podían mantener el control a través del comportamiento de las bases. La alegría estaba en otra parte, en las calles. Por eso, mayo del 68 no pudo reproducir ni conducir a un retorno revolucionario durante los años siguientes. El movimiento generó un reformismo que se alimentó de la neutralización de sus aspectos más virulentos. La historia no pasa el plato por segunda vez.

Lo que 1968 expuso fue una profunda des-subjetivación, una desidentificación con el trabajo que a menudo era una desidentificación con el movimiento obrero como tal, una negatividad que se manifestaba en el rechazo del trabajo, en huelgas y sabotajes, pero también en su capacidad de volverse hacia el nihilismo, el cinismo y la pasividad:

Abandonar el control de las fábricas a los sindicatos era un signo de debilidad, pero lo era también del hecho de que eran conscientes de que el problema estaba en otra parte. Cinco años después, en 1973, en una gran huelga en Laval, los trabajadores simplemente abandonaron la fábrica durante tres semanas. Como la «despolitización» de la que tanto se ha hablado, esta pérdida de interés en la empresa, en el trabajo y en su reorganización, es ambivalente, y no puede interpretarse más que en relación con todo lo demás. El comunismo estaba ciertamente presente en 1968, pero sólo en relieve, en negativo. En Nantes en 1968, y más tarde en SEAT en Barcelona (1971) o Quebec (1972), los huelguistas se apoderaban de distritos o ciudades, llegaban a apoderarse de estaciones de radio, pero no hacían nada: la autoorganización de los proletarios «es posible, pero al mismo tiempo, no tienen nada que organizar» (Théorie communiste, n° 4, 1981, p. 21)

Pero si el problema no estaba en la fábrica, ¿dónde estaba? ¿Y cuál era el problema de todos modos? Se presume aquí que los proletarios ya habían reconocido la crítica de la autogestión de los trabajadores que la teoría comunista estaba asimilando en ese momento: los proletarios no establecieron comités de trabajadores porque reconocieron, de alguna manera, que dichas estructuras bloquearían el camino hacia el comunismo. No engrosaron los partidos de la izquierda extraparlamentaria porque reconocieron que también estos partidos se habían adaptado al capitalismo, se habían convertido en su oposición leal.

La década de 1970 confirmó esta tesis sobre la subjetividad, especialmente en el sur de Europa. En Italia, el rechazo al trabajo y la autonomía respecto de las podridas organizaciones de trabajadores se convirtió en la consigna de un movimiento insurreccional que llevó al país al borde de la guerra civil; en Portugal, España y Grecia, donde la liquidación de la izquierda por el fascismo y el autoritarismo favoreció lo espontáneo y lo insurreccional, las nuevas inmediaciones tácticas y estratégicas confirmaron lo visto en los sucesos de mayo. En Polonia e Irán también surgieron consejos de trabajadores, aunque en gran parte sin una visión de la autogestión de los trabajadores, lo que indica que algo del viejo sueño aún vivía.

Como afirmación negativa, la teoría de la comunización ha resistido la prueba del tiempo. Que el movimiento obrero comenzó a morir, y con él todo tipo de inversiones subjetivas en el trabajo y el lugar de trabajo, parece indudable, pero un argumento desde la subjetividad no es suficiente, aunque sea demostrable. ¿De dónde viene dicho  cambio subjetivo? Esto es lo que debe explicarse, de alguna manera que no sea ni circular ni autoverificante. Las mejores explicaciones proceden no sólo de la evaluación de un cambio en la subjetividad, sino también de un examen de la reestructuración del capitalismo. Las nuevas tácticas y nuevas actitudes indican cambios en la naturaleza del trabajo y el capitalismo. En otras palabras, se trata menos de que los trabajadores hayan intuido el problema y la solución, que que haya algo en la empresa capitalista tal como se ha desarrollado, en el entrelazamiento de la propiedad y la técnica, que excluya la visión de la autogestión obrera.

En Censier, después que mayo había concluido, las asambleas generales de la ultraizquierda siguieron reuniéndose y discutiendo estas cuestiones. La primera respuesta que se les ocurrió fue que el capitalismo se había vuelto tan productivo que ahora era posible un paso directo al comunismo, y que los trabajadores lo habían reconocido. 1968 ocurrió en un momento de relativa abundancia, en el que las demandas salariales se vieron superadas por toda una serie de demandas cualitativas. Al rechazar la “supervivencia aumentada” que vinculaba la productividad con los salarios y la clase trabajadora con los imperativos de la acumulación capitalista, el proletariado parecía romper con todas las lógicas del desarrollo. En los comités de Censier, entonces:

el punto de convergencia fue la convicción de que el proletariado no tiene que instalarse como fuerza social antes de cambiar el mundo. Por tanto, no hay organización de trabajadores que crear, despertar o esperar. No existe un modo de producción de transición entre el capitalismo y el comunismo. No hay organización proletaria autónoma fuera de lo que haga el proletariado para comunizar el mundo y a sí mismo con él.

Con el desarrollo de la crisis de la década de 1970, sería necesario revisar esta evaluación. No era tanto que el reformismo estuviese descartado, sino que se había alterado por completo. En Italia, en el caluroso otoño de 1969, junto a un revitalizado movimiento proletario, el rechazo de la política y el trabajo, habilitado por las consignas de la autonomía y el poder de los trabajadores, flotó, en cambio, en un mar de demandas alcanzables cuyo poder residía en su diversidad más que en su  maximalismo. En Italia, las cercanías de mayo se volvieron locales, moleculares, insurreccionales sobre todo en su extensión y duración, ello parecía solamente conducir a la revolución mediante la guerra civil.

Sin embargo, el extendido mayo “rampante” de Italia se asemejaba al caso francés en que los trabajadores iniciaron una lucha contra los sindicatos y los empleadores que finalmente dejarían que los sindicatos resolvieran por ellos. Al igual que en Francia, los estudiantes radicales de finales de los 60 se vincularon con los trabajadores de las fábricas, pero en Italia la conexión fue más productiva, forjando un vínculo duradero y recíproco entre los intelectuales marxistas y los huelguistas salvajes. En la planta de caucho Pirelli, en Milán, uno de los muchos sitios en el norte donde la estructura de negociación colectiva que vinculaba la productividad con los salarios, colapsó ante el crecimiento acelerado y la cambiante división del trabajo;  surgieron los “comités unitarios de base” (CUB), formando redes de contactos independientes de los capataces dentro y entre los lugares de trabajo. Influenciados por las ideas de la revista operaista Quaderni Rossi, y más tarde por Potere Operaio, los comités de base, en los que los estudiantes podían participar en pie de igualdad con los trabajadores, hicieron sentir su poder a través de la práctica de la autoriduzione  (autorreducción),  esencialmente una huelga de desaceleración, tomando las tasas de producción como su objeto y utilizando todos y cada uno de los medios, incluido el sabotaje, para establecer las tasas en toda la fábrica. A partir de ese momento, ligando teoría y práctica, la autorreducción se convertiría en una auténtica metonimia de un vasto repertorio de negativas.

Los acontecimientos de Pirelli y la expansión de los CUB por el triángulo industrial Milán-Turín-Génova confirmaron, de manera contundente, la “ciencia unilateral del odio de clases” que Mario Tronti había propuesto en Obreros y capital (1967). Allí había argumentado, a propósito de las luchas de principios y mediados de la década de 1960, que “la clase trabajadora había descubierto, o redescubierto … su capacidad política para imponer el reformismo al capital y luego hacer un uso brusco de ese reformismo para propósitos de la revolución de la clase trabajadora”. En el Estado planificador keynesiano, que trajo a partidos, sindicatos y asociaciones de patronos a la mesa de negociaciones para acordar los objetivos de producción y los salarios, se vio de hecho el poder de la clase trabajadora para establecer el principal determinante económico, la productividad. Son los trabajadores los que marcan el ritmo de la economía, y el capital el que se apresura a responder, argumentó Tronti. El hecho de que los trabajadores de Pirelli establecieran la velocidad a la que girarían las ruedas de la economía fue una confirmación explícita de la inversión de la relación entre capital y trabajo.

Para Tronti, sin embargo, el auto de la auto-reducción carece de un volante que pueda convertir la autoorganización (aquí completamente negativa) en autogestión. En esto él y Bordiga coinciden: sólo el partido coordinador puede convertir la estrategia de negación proletaria en socialismo, mediante la centralización táctica. El reformismo podría desbordar en revolución, pero solo a través de la estructura del partido. Pero este supercrecimiento iba más allá de los límites de los partidos y los sindicatos, y no se le pudo encontrar un nuevo contenedor: la autorreducción refería a toda una panoplia de tácticas para establecer no solo las tasas sino los precios, para el transporte, el alquiler, los servicios públicos, la vivienda… Los comités de base requerían redes de militantes en toda la fábrica, y conexión con otras organizaciones, pero no estaban organizados para tomar el poder sobre el proceso de producción, como algunos pensaban, sino para obligar a los empleadores a hacer concesiones. La autorreducción implicaba la autoorganización del proletariado como fuerza independiente de los medios de producción y en antagonismo con ellos. La lucha contra la aceleración estaba unida con la lucha salarial, lo cual significaba que podía concluirse solo unilateralmente mediante la acción directa. La negociación era inevitable, y allí las organizaciones de la ultraizquierda eran fácilmente encaminables. Mientras los partidos seguían moribundos, los sindicatos se mostraron resilientes y flexibles y, como en Francia, se incorporaron rápidamente al lenguaje de la democracia en el lugar de trabajo y a las nuevas demandas cualitativas del movimiento.

La autoorganización de la negación condujo más a alejarse que a acercarse a la autogestión obrera, la que pasó a ser parte del lenguaje de la izquierda oficial. En el lugar de trabajo, su oficio fue la pasividad organizada. Sus actos positivos y expropiaciones, cuando se trataba de eso, se llevaban a cabo generalmente fuera del lugar de trabajo. Juergas de compras proletarias, ocupaciones de bloques de viviendas. Contraplanificar desde el taller podía convertirse en planificación sólo indirectamente, porque se tomaba como objetivo la división del trabajo en sí misma — divisiones entre trabajadores calificados y semicualificados, entre hombres y mujeres, entre dirigentes y dirigidos. Toda visión de la revolución y la planificación proletarias se construiría, por necesidad, en contra y no a través de estas divisiones. Pero quizás por eso, el pensar sobre la transición comunista de los partidarios del operaismo y la autonomía tiende a rechazar la distinción entre medios y fines, entre el empoderamiento, la organización y la lucha proletarios, por un lado, y el comunismo como objeto, por el otro.

En Italia, entonces, podemos ver más claramente los límites a los que se enfrenta la autoorganización del lugar de trabajo como tal. El auto- de la auto-organización se ha vuelto problemático, fracturado por la remodelación de la industria de mediados de siglo. Los trabajadores luchan contra su propia posicionalidad en la división del trabajo, como mujeres, como migrantes, como trabajadores por pieza, como técnicos, etc. El auto- de la auto-organización debe hallarse en otra parte, ya sea en el proletariado como tal, independientemente de los medios de producción, o en alguna futura transformación comunista de esos medios de producción. Lo que se requiere para la revolución no es la autoorganización como tal, sino la autoorganización de la autoorganización, lo que significaría una otro-organización [N. del T., una organización de/del otro], una recodificación del sistema de lugares [system of places] heredado del capitalismo. Como lo escribe Theorie Communiste, resumiendo esta idea: “la autoorganización es el primer acto de la revolución; luego se convierte en un obstáculo que la revolución debe superar”.

Hay algo poderoso pero también impreciso en esta formulación: ¿qué distingue a la autoorganización como objeto y como sujeto, como obstáculo y actividad? Eso no se hallará en la autoorganización misma, sino, como se señaló anteriormente, en la cambiante división del trabajo. Pues el auto- de la auto-organización tiene en su raíz alguna noción de lugar, de pertenencia, incluso cuando se trata de la autoorganización de quienes no tienen lugar. Uno no puede sino luchar donde está, pero si uno se queda  allí, es posible entonces que la lucha cimente el sistema de lugares, en lugar de superarlo. La autoorganización entrará entonces en conflicto con el auto-, con las leyes del derecho y la propiedad y la pertenencia que sustentan a la izquierda y al movimiento obrero, o simplemente se convertirá en nada, en la reproducción del capitalismo.

Desde los años 70 italianos, en general, la “autonomía” ha ocupado el espacio que ocupaba la autoorganización: una insistencia en la acción directa, la participación directa y la independencia de las instituciones de la izquierda moribunda. Hay una diferencia, sin embargo. La autonomía es una autoorganización despojada de cualquier proyecto de autogestión de los medios de producción; sus fantasías tienden a ser fantasías de secesión, fugitividad y anábasis perpetua, pues la meta del comunismo ha sido suprimida. ¿Autonomía de qué? ¿Y de quién? ¿Y con qué propósito? La autonomía no tiene sentido excepto en relación con la heteronomía — como nombre de un proyecto positivo, elige la inmanencia sobre la trascendencia y renuncia al fantasma del comunismo. Este cambio en la lengua vernácula de la ultraizquierda — quizás más visible en los años 90 y 2000, antes del regreso de un nuevo comunismo de crisis que ha revitalizado temáticas más antiguas — da fe de las nuevas perspectivas del comunismo en el siglo XXI. Uno puede imaginar el capital solo como un Egipto del que debe huir.

Si fuera solo Italia, solo Francia, en las que se presenciara esta dinámica, la comunización no sería gran cosa teórica en absoluto. Hay algo singular en el tamaño y la fuerza de los movimientos obreros en estos dos países, así como en la rapidez de su transición de posguerra, especialmente en Italia. Por tanto, cabría esperar que fueran singulares. En la década de 2000, sin embargo, en Argentina, Grecia, México, en países bastante diferentes de Francia e Italia, la autoorganización y la autonomía se desarrollaron de manera similar. En la década de 2010, esta dinámica se vuelve general, global, desde Egipto hasta Estados Unidos, desde Sudán hasta Rojava.

Los eventos de Argentina dan la demostración más clara entrando a los inicios del milenio al cual parecen imprimir su lógica. Durante los años 90, cuando los programas de ajuste estructural inglifidos a Argentina por su crisis de deuda engrosaron las filas de desempleados, uno de los más poderosos movimientos de desocupados en las últimas décadas convirgió en torno a una táctica particular, el piquete o corte de ruta, bloqueos de carreteras realizados por trabajadores desempleados junto a una demanda específica de ayudas del Estado. El piquete, empleado primero por los trabajadores rurales despedidos por la empresa petrolera nacional debido a ajustes estructurales, podía usarse para fijar precios, para exigir alivio y, eventualmente, después de la crisis del 98, para exigir sendas subvenciones que pudieron utilizarse en  los autoadministrados Planes Trabajar, planes de trabajo que en algunas zonas se apoderaron de una parte importante de la reproducción proletaria, con panaderías, comedores, intercambios de ropa, fábricas de ladrillos y guarderías. Se trataba de una robusta visión de la autogestión, pero que sólo podía plantear la autonomía presuponiendo primero al Estado como garante de la producción, es decir, presuponiendo la heteronomía. En la cada vez más profunda crisis, después del 98, cuando las empresas empezaron a quebrar, y con ellas los gobiernos derrocados por los disturbios, Argentina fue testigo de la ola más extensa de tomas de lugares de trabajo que se haya visto hasta ahora. Pero estas ocurrieron solo en aquellas empresas que habían fracasado, que habían quebrado, y cuya propiedad, por no mencionar sus perspectivas financieras, resultaban ser inciertas. Los trabajadores, por lo tanto, heredaron empresas profundamente endeudadas e improductivas, pequeñas en la economía, que solo podían operarse mediante subvenciones estatales, por un lado, y/o economía solidaria, por otro. No es un modelo generalizable, pues los trabajadores no ocuparon, y apenas afectaron, los sectores más productivos y altamente concentrados de la economía, los conglomerados. Como escribe Roland Simon de Théorie Communiste:

En las actividades productivas que se desarrollaron durante las luchas sociales de Argentina sucedió algo a primera vista desconcertante: la autonomía apareció como lo que es: la gestión y reproducción por parte de la clase obrera de su situación dentro del capital. Los defensores de la autonomía «revolucionaria» dirán que eso se debe a que la autonomía no triunfó, cuando este fue su verdadero triunfo. Pero en el mismo momento en que, dentro de las actividades productivas, la autonomía se presenta como lo que es, todo lo que constituye las bases de la autonomía y de la autoorganización queda desbaratado: el proletariado ya no puede encontrar en sí mismo la capacidad de crear otras relaciones intersubjetivas (no hablamos, deliberadamente, de relaciones sociales) sin derrocar y negar todo lo que es en esta sociedad, es decir, sin entrar en contradicción con el contenido de su autonomía. Por el modo en que se han puesto en práctica esas actividades productivas, en las modalidades efectivas de su realización, lo que se tambalea efectivamente son las determinaciones del proletariado como clase de esta sociedad: propiedad, intercambio, división del trabajo, y sobre todo, el trabajo mismo.

Es fácil comprender el pesimismo de TC aquí. Los piqueteros, las fábricas ocupadas, no podían convertirse en la base de una superación del capitalismo, ya que presumen una división entre trabajadores ocupados y desocupados, presumen al Estado como garante, etc. Pero nótese también su optimismo. Hay algo insostenible en esta situación que los partidarios de la autoorganización notan de inmediato, hay algo en la autoorganización que resiste la esclerosis de la autoorganización y que quiere organizarla sobre una base que la lleve a la contradicción con la autoorganización. TC ve esto, en particular, en la subjetividad radical del movimiento y su énfasis en el libre dar y participar, su hostilidad a todas las divisiones. Citan a un piquetero:

«Si creamos cantinas sólo para que los compañeros coman, entonces somos unos boludos. Si uno cree que producir verduras en una finca quiere decir simplemente cosechar para que los compañeros coman, entonces somos más boludos todavía… Si no sabemos, a partir de la finca y de todo lo que nos arroja el Estado, ser los constructores de nuevas relaciones sociales, de nuevos valores, de una nueva subjetividad, entonces no apostemos por otro 19/20.» (un militante del MTD [Movimiento de Trabajadores Desocupados] Allen — Sur de Argentina—, Macache, p. 27).

Este intento de construir de nuevo el mundo entero sobre un terreno que no te deja hacerlo es lo que caracteriza a la tensión dinámica del momento, a sus posibilidades. A partir de esta contradicción, se puede anticipar una superación que no es la generalización de la autonomía o de la autogestión sino, puesto que corta de lado a lado todas las nociones de auto- y otro, de la producción inmediata del comunismo:

Un activista de MTD Allen (Macache) comenta cómo en una fábrica recuperada se plantea el problema del excedente, de la producción sobrante, de su distribución, de cómo para las obreras de Bruckman recuperar la fábrica y ponerla en marcha de nuevo se inscribe en unas relaciones de fuerza que incluye su vinculación con los movimientos de parados piqueteros. En ese punto alguien podría decir que lo que falta es la «generalización de la autoorganización» o de la autonomía. Pero en tal caso no se entendería que lo que se denomina «generalización» no es tal, es una destrucción de la clase en tanto sujeto que se autoorganiza. Esta generalización es una autosuperación del sujeto que encontraba en su situación la capacidad de autoorganizarse. No entender esta «dinámica» como ruptura es limitarse a una visión puramente formal del movimiento, porque lo que se nos escapa es su contenido; es confundir el hecho de hacerse cargo de sus condiciones de supervivencia con la abolición de la situación que ha obligado a hacerse cargo de ellas. Si el proletariado se suprime a sí mismo, no se autoorganiza. Llamar al conjunto del movimiento autoorganización es permanecer ciego ante su contenido.

Entre piquetero y ocupante, sólo puede haber un tercer término que supere a ambos y que, por tanto, no pueda proceder de ninguno. Llamarán a esto l’écart, un término un tanto intraducible que puede presentarse en un lugar como “brecha” y en otro lugar como “viraje”. La autoorganización de la autoorganización, que supera su sistema de lugares. Esto es lo que hay que articular, como perspectiva comunista, como actividad comunizadora, con sus anticipaciones ubicadas en las luchas de clases más intensas de la época actual. Es lo que intentaré hacer en ensayos posteriores.