Qué hacer con “Bartleby, el escribiente”

Preferencia, ideología y enseñanza de la literatura

Tom Pepper

Al castellano: Non Lavoro

https://imaginaryrelations.wordpress.com/2021/02/01/what-to-do-with-bartleby-the-scrivener/


Al parecer, se ha vuelto común comenzar cualquier ensayo sobre “Bartleby, el escribiente” con una disculpa. Disculparse por agregar a la ya enorme bibliografía  secundaria sobre un texto bastante breve. O disculparse por la imposibilidad de mencionar incluso la mayoría de esas interpretaciones que van por la misma línea que la que se ofrece. No voy a hacer esto por dos razones. Primero, estoy usando el cuento principalmente como un ejemplo, cuyo fin es plantear una pregunta sobre lo que hacemos cuando enseñamos literatura en el aula de la universidad y por qué hacemos lo que hacemos. En segundo lugar, no creo que sea posible, y mucho menos útil, intentar examinar toda la bibliografía secundaria sobre “Bartleby, el escribiente” de una manera significativa en un ensayo; pero incluso si fuera posible, mi posición sería que no hay necesidad de argumentar o debatir la mayoría de las lecturas del cuento.

Lo que haré, en cambio, es centrarme en dos análisis radicalmente diferentes del cuento con el fin de abordar algunas de las opciones que enfrentamos al reproducir el discurso de la literatura a nivel universitario. “Bartleby” es un cuento que se lee principalmente en las aulas. Y lo que hacemos con él — los tipos de lecturas que presentamos y los tipos de respuestas que les pedimos a los estudiantes — es una buena indicación del propósito más amplio de la disciplina del inglés. O tal vez debería decir propósitos, porque mi punto es que hay múltiples, y a veces incompatibles, funciones para la práctica de la enseñanza de la literatura en las aulas, y que ser más conscientes de cuál estamos ofreciendo sería algo bueno, sobre todo en este momento.

Para decirlo tan francamente como pueda: podemos estar trabajando para exponer y estudiar el funcionamiento de la ideología, o podemos estar trabajando para oscurecer, naturalizar o reproducir la ideología. Porque la literatura, como entendemos hoy el término, en su forma (todavía) post-romántica, es siempre parte de la producción de ideología. Si somos más explícitos sobre qué relación con la ideología queremos que tenga el uso de la literatura en el aula, podríamos tener más éxito en la creación de una disciplina que no se desechará como irrelevante para la educación superior centrada en la vocación.

Ahora, sé que el mismo término “ideología” probablemente hará que muchos lectores dejen de leer en este punto y que muchos otros malinterpreten lo que estoy tratando de argumentar en este ensayo. Permítanme tomarme un momento para explicar qué quiero decir exactamente con el término y por qué creo que no debería considerarse un término desdeñable, casi obsceno, en la disciplina de los estudios literarios.

Me refiero a la ideología en el sentido positivo: aquellas creencias, estrechamente relacionadas con prácticas sociales particulares, que dan forma al tipo de acciones que emprendemos y encontramos significativas, además de limitar otros tipos de acciones y prevenir otros tipos de significado. Este no es un estado negativo, un estado de engaño o error o  de “falsa conciencia”, necesariamente, aunque podría serlo en algunos casos. En cambio, es esencial para cualquier tipo de funcionamiento social. Sin una ideología compartida, no podemos saber qué hacer en cualquier interacción con otras personas. Sin ideología, no podríamos transmitir nuestro conocimiento a otra generación o tener vidas agradables de actividad significativa. Somos animales sociales por naturaleza, por lo que somos animales ideológicos por naturaleza. No hay nada en la razón pura que pueda conducirnos a una formación ideológica particular, y entonces no existe una única formación ideológica que sea “natural” o necesaria para todos los humanos. Muchas prácticas ideológicas pueden permitir el florecimiento humano y muchas no. No podemos vivir nuestras vidas sin una ideología; pensar que podemos, que podemos vivir en la razón pura, es el engaño de los utilitaristas o estoicos más ingenuos, el engaño solo de aquellos que están ciegos a sus propios y más poderosos lazos ideológicos. Tomar conciencia de nuestros compromisos ideológicos, entonces, no es necesariamente rechazarlos. No pueden ser falsos y que puedan ser beneficiosos. Sin embargo, tomar conciencia de ellos es poder separarse mejor de los que son dañinos y trabajar para reproducir aquellos que permiten el florecimiento humano.

Aquí es donde el estudio de la literatura se vuelve, potencialmente, importante para el bienestar de nuestra sociedad. Un gran reclamo, que se hace a menudo pero que rara vez se cumple. Ciertamente no se cumple en este momento, sugeriría. Pero posiblemente esté en nuestro poder cumplirlo.

Entonces, para fomentar esta posibilidad, quiero abordar dos de los enfoques que se adoptan a menudo en una obra literaria comúnmente leída, con el fin de explicar las diferentes formas en que la práctica social de la literatura puede relacionarse con la reproducción de la ideología. Los dos enfoques que quiero abordar pueden parecer estar en los extremos del espectro de prácticas ideológicas, pero argumentaré que no lo están. Que, de hecho, no hay un espectro en absoluto, sino una forma de hacer uso de la literatura que está tan completamente naturalizada (lo que los críticos marxistas anteriores podrían haber llamado una ideología  de la literatura) que incluso aquellos que se consideran que hacen cosas diametralmente opuestas con “Bartleby, el escribiente” están trabajando para reproducir este uso de la literatura.

Si podemos aclarar cuál es en realidad esta función de la literatura (de nuevo, como práctica social), entonces podemos ver nuestro camino para producir una práctica diferente, una que funcione para hacer explícitas las ideologías en las que vivimos. Y lo hace, lo más importante, no con la ingenua esperanza de que podamos vivir fuera de la ideología, finalmente en un mundo de pura razón y objetividad, sino con la esperanza de que podamos elegir, con una intención más consciente, los tipos de ideología que queremos producir y reproducir en nuestro mundo.

Para ello examinaré una lectura de “Bartleby” que es explícitamente marxista e historicista, y otra que es un ejemplo extremo de naturalización de la ideología del texto y presentarla como una revelación de una verdad esencial y ahistórica sobre la naturaleza humana. El primer enfoque se ejemplifica particularmente bien en el ensayo de Barbara Foley “De Wall Street a Astor Place: historizando ‘Bartleby’ de Melville”. Y el segundo enfoque se ejemplifica (y esta afirmación puede parecer dudosa al principio) en el ensayo de Gilles Delueze “Bartleby; o, la Fórmula”.

Ya que a primera vista puede parecer una elección extraña y extrema, y ​​para representar un enfoque de “Bartleby” que rara vez se intenta en el aula de pregrado, comenzaré con el ensayo de Deleuze. Creo que una consideración cuidadosa de lo que Deleuze está haciendo con el cuento dejará en claro que, a pesar de sus neologismos idiosincrásicos, la lectura que ofrece es bastante convencional, dentro de la ideología romántica de la literatura.

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Deleuze ve la frase “Preferiría no hacerlo” como una estrategia brillante para destruir el poder de la asfixiante convención social: “La fórmula … excluye toda  alternativa … Pero, al mismo tiempo, desactiva aquellos actos del habla mediante los cuales un jefe puede dar órdenes … convierte a Bartleby en un mero excluido a quien no cabe ya atribuir situación social alguna” (73). El efecto de este cuento, como toda la literatura estadounidense para Deleuze, es eliminar todas las limitaciones sociales y permitir un escape momentáneo hacia la pura originalidad y creatividad. En los términos que estoy usando aquí, permite un escape de la ideología (en el sentido positivo del término), para que podamos vivir completamente y solo en la realidad. Deleuze es explícito al respecto en su ensayo sobre Bartleby: la “vocación esquizofrénica de la literatura estadounidense” es hacer que “se vaya deshilachando la lengua inglesa” y así “inventar una nueva universalidad” (72). Esta universalidad, para Deleuze una especie de fuerza originaria primordial, es lo único deseable; todas las convenciones sociales son sofocantemente opresivas y necesitan ser eliminadas. A la manera típica romántica, es la literatura la que puede ayudarnos a hacer esto.

La realidad, por supuesto, resulta excluir cosas como las convenciones sociales, las prácticas materiales, las percepciones e incluso el lenguaje. Lo que es  realmente  real, entonces, es sólo la fuerza primordial, idéntica a la voluntad de vivir de Schopenhauer; todo lo que normalmente consideramos realidad es simplemente efímero: la política, la economía, incluso el lenguaje, son ilusiones que inevitablemente oprimen nuestro impulso creativo innato y esencial. Podemos, al menos momentáneamente, vivir en esta pura creatividad a través del arte.

¿Puede un cuento como “Bartleby” lograr esta hazaña increíble? ¿Liberarnos, momentáneamente, de toda ideología? En esta lectura romántica, sí puede, y gracias al genio del autor. El “novelista tiene la mirada del profeta” (82) y puede crear personajes que son “originales”. Sin embargo, el original no es solo un personaje único o novedoso; es, en cambio, un “ser de naturaleza primaria” (83). Un ser completamente libre de toda “influencia de su medio” (todos esos personajes, al parecer, son masculinos), completamente independiente de cualquier construcción social. Deleuze compara tales personajes con el  fiat lux  de la creación: algo elemental y anterior a todos los objetos fenoménicos.

El asunto aquí es, como era de esperar, edípico. El Original, que vive en la Naturaleza Primaria, escapa a la ley del padre. Nunca necesita entrar en la red social de la demanda del superyó, y puede vivir en una “fraternidad universal que ya no pasa por el padre” (78). Todo lo que se produce socialmente, incluso todo proceso físico no social, es siempre el resultado de la “función paterna”, y sólo a través de la “disolución o descomposición” de esta función se puede “salvar la humanidad” (84). El escape de todas las leyes, de todas las restricciones sociales e incluso físicas hacia un reino de puro deseo, puede sonar muy parecido a una ideología romántica — porque lo es. Deleuze, como se ha señalado a menudo, está básicamente repitiendo la traducción de Schopenhauer de la ideología romántica en una ontología, pero con un giro: simplemente invierte la valorización, lo ve como un regocijo en vez de como un sufrimiento.

Leer correctamente el cuento, es reconocer que “Bartleby no es el paciente, sino el médico de una América enferma… el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros” (90). Podemos escapar de nuestros insensatos intentos de curas políticas para los males sociales y aceptar su inevitabilidad. Lo que busca el cuento no es un remedio al problema de Bartleby, sino la renuncia de Bartleby a toda convención social. Para que no pensemos que esto es algo radical, debemos tener en cuenta que para Deleuze, como para los románticos, esto es completamente compatible con el capitalismo. No debemos confundir esto con una crítica del capitalismo; más bien, es una crítica de las restricciones al desarrollo pleno del capitalismo, restricciones que se entienden como las que inhiben la libertad, la fraternidad y la creatividad. Consideremos la discusión de Peter Hallward sobre el pensamiento de Deleuze  Fuera de este mundo, en el que analiza exhaustivamente los supuestos fundamentales que informan todo el trabajo de Deleuze:

En la medida en que la intensificación y eventual universalización del capitalismo sirva para decodificar o desterritorializar toda configuración de valores … “es correcto entender retrospectivamente toda la historia a la luz del capitalismo” … El sujeto que pueda sobrevivir a la disolución de todo sujeto presentable o real será un sujeto exclusivamente virtual o suprahistórico — un sujeto nómada o esquizofrénico, digno del fin de la historia o del fin de la actualidad”. (103)

Idealmente, este sujeto “lo contemplaría todo y no haría nada” (Hallward, 105). El estado ideal al que llegaríamos es a una especie de conciencia pasiva, capaz de observar con supremo desinterés irónico.

La lectura de Deleuze puede parecer extrema, y ​​lo es. Pero yo sugeriría que solo está llevando al límite una comprensión romántica convencional, por lo que no está reñido con el enfoque ordinario de cualquier obra de ficción en el discurso de la literatura. La lectura de Deleuze puede ser más popular entre los estudiantes graduados o los nuevos doctorados que entre alguien como yo: mayor, más lejos de la novedad de la teoría literaria y más preocupado por lo que los estudiantes en el aula universitaria promedio podrían aprehender. Pero las conclusiones que saca, aunque en términos inusuales, en realidad no son tan desconocidas. La idea de que una gran obra de arte escapa a los confines de su tiempo, trasciende las convenciones de su género y revela una verdad universal sobre la condición humana es bastante típica. Como lo es la idea de que hacer este arte de alguna manera nos puede dar consuelo, puede aliviar la carga de un mundo que es demasiado para nosotros, y que como mucho puede hacer que nuestra existencia parezca más significativa.

Consideremos, por ejemplo, una lectura más popular entre los estudiantes que entre los académicos: El silencio de Bartleby, de Dan McCall. El capítulo final de este libro aparece en la Norton Critical Edition de Melville’s Short Novels, que McCall editó. Su  desdeñoso desprecio de lo que “los críticos” dicen es popular entre los estudiantes, la mayoría de los cuales están aterrorizados de esos críticos. Y la queja de McCall no es del todo injustificada. Porque de seguro se supone que encontremos un poco agradable al abogado y que simpaticemos con su difícil situación; se necesita un extraño esfuerzo de lectura selectiva para ver en el cuento una crítica consistente e  implícita de su narrador. McCall tiene razón en que el cuento no implica que hagamos lo que han hecho los críticos marxistas, atendiendo a la economía que estructura todas las relaciones humanas. El cuento trata mucho de hacer lo que la “crítica literaria y quienes la practican” (112) quieren hacer: es decir, quiere que nos centremos en el efecto y olvidemos su causa. El cuento sirve para producir al tipo de lector que es McCall, el tipo que entenderá que “la pregunta más profunda del cuento es qué haces con Bartleby. La respuesta más profunda que da el cuento es que no puedes hacer nada” (113). Bartleby es un cuento sobre la tragedia de la humanidad, de nuestro trágico destino de estar en un mundo que está, en palabras de Schopenhauer, “calculado … para convencernos de que el propósito de nuestra existencia no es ser feliz” (635). Todos nuestros esfuerzos por mejorar nuestra suerte terminarán en sufrimiento, hasta que reconozcamos que solo debemos darnos cuenta de su efímera irrealidad y aprender a no hacer nada, aprender que (de nuevo, Schopenhauer) “morir debe considerarse ciertamente como el verdadero objetivo de la vida” (637). Solo el arte puede proporcionarnos este mensaje de una manera que lo haga placentero, para que podamos aprender a disfrutar de la futilidad de nuestra existencia en toda su trágica magnificencia.

Estoy sugiriendo que leer este cuento de esta manera es obtener el efecto que debe producir. O al menos en parte. La pregunta es, ¿queremos reproducir esta ideología en particular en nuestras aulas? ¿Es, o debería ser, ésta la función de la enseñanza de la literatura hoy? Supongo que es obvio, por la naturaleza de las preguntas retóricas, que voy a argumentar que no debería ser así, pero lo que debería ser exactamente dependerá de una breve consideración del uso del cuento que al principio parece adoptar un enfoque opuesto a la ideología romántica del arte.

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¿Qué hay de esos críticos marxistas de los que nos advierte McCall? ¿Acaso su aproximación al cuento nos ofrece una alternativa real al intento de extraer del arte una resignación trágica extrema? Bueno, sí y no. Lo hace, pero a costa de perdernos lo que podría ser lo más importante que podemos hacer como profesores de Literatura. Lo hace ignorando fundamentalmente lo que el cuento hace en sí. O quizás una forma más precisa pero más oscura de decirlo sería, la crítica marxista circunscribe el cuento en un discurso que altera su función ideológica, pero de una manera que podría no ser lo mejor para la disciplina o para nuestros estudiantes. Ahora, esa es seguramente una frase que no te gustaría pedirle a tu clase de segundo año que descomprima. Así que permítanme explicar.

Lo que busca la crítica literaria marxista no es reproducir el efecto ideológico de la obra de arte, sino producir una crítica de la ideología en la que el arte juega un rol  (quizás menor). La función de la literatura llega entonces simplemente a ser una parte del discurso, discurso que en realidad tiene una función ideológica muy diferente a la que la obra tiene inicialmente, o que podría tener en otros discursos críticos en los que podría estar circunscrita. En pocas palabras, es el crítico marxista, y no el autor, quien hace la crítica ideológica. La literatura, al menos en nuestra forma post-romántica (aunque yo diría que en todas sus diversas formas), funciona justamente para producir ideología, no para criticarla. Cuando intentamos reciclar  el texto como si se tratara de cierto rechazo radical de la ideología que está sirviendo en  reproducir, prevenimos lo que podría ser nuestro papel más útil como profesores de literatura: el estudio de cómo se producen las ideologías, de cómo se hacen parecer naturales las creencias en la práctica, y también la consideración de si hay algunas ideologías que podríamos querer seguir reproduciéndose. Porque realmente no podemos ser libres de ideología, si ideología es solo el conjunto de prácticas sociales, estructuradas por creencias, en las que reproducimos nuestras formaciones sociales. Ni siquiera quisiéramos ser libres de ideología. Por eso, cuando tratamos de presentar toda la literatura como un escape de la ideología, hemos abandonado en realidad un objetivo que podríamos lograr en el aula universitaria: el estudio de cómo podemos producir con éxito, y reproducir selectivamente, ideologías más beneficiosas.

Como crítico literario marxista, y de tipo estructuralista althusseriano particularmente anticuado, siempre disfruto de los ensayos que historizan una historia como “Bartleby” en la medida en que lo hacen como el ensayo de Barbara Foley. Ella hace un trabajo excepcional al relatar en forma condensada la política, y en particular la política laboral, de Nueva York a mediados del siglo XIX. Explica la preocupante prevalencia del nativismo y el racismo, que fue fundamental para las revueltas laborales, y nos recuerda los efectos particularmente horribles de la enorme riqueza de John Jacob Astor y el cierre de las misiones que financiaron un nuevo edificio en Trinity Church, donde el abogado está planeando ir a escuchar hablar a un ministro de moda. Dicha historización es crucial si queremos entender plenamente por qué una obra de ficción escrita en tal época puede producir la ideología particular que produce, en la manera en que la produce.

Historizar de esta manera, sin embargo, no proporciona una clave secreta para finalmente desvelar el verdadero significado del cuento. Es decir, podemos perfectamente obtener el efecto ideológico del cuento sin esto. Así como el cuento  puede producir su efecto ideológico sin que sus lectores sean plenamente conscientes de  cómo  se produce este efecto. Lo que tal historización podría permitir, sin embargo, es una comprensión de por qué esta ideología se produjo en ese momento y de la forma en que lo hizo.

Perdemos este entendimiento cuando intentamos “reconstruir” el texto “desde lo reprimido, fragmentado y desplazado a los márgenes” (88). O, más precisamente, estamos creando un nuevo texto que hace algo diferente a lo que hace el cuento  “Bartleby, el escribiente”. Lo que hemos perdido es la oportunidad de explorar cómo se produce la ideología cuando se produce de forma eficaz.

El enfoque de Foley no es inusual para la crítica literaria marxista e historizadora. Ella entiende que esta obra, como cualquier gran obra, funciona principalmente para “criticar el funcionamiento de la ideología” (88). Esta crítica puede ser difícil de notar al principio, en parte porque hemos perdido parte del marco de referencia del cuento. Por ejemplo, es posible que no tengamos ninguna asociación en particular con el nombre John Jacob Astor, aparte de una vaga sensación de que es alguien que alguna vez fue muy rico. Entonces podríamos simplemente considerar que el abogado lo menciona para que entendamos que es un miembro respetado de su profesión, uno que tiene un éxito moderado. Como si, hoy, alguien mencionara que una vez trabajó para Steve Jobs. No entendemos necesariamente que esto sea una crítica sutil del abogado, porque tal vez no pensemos en Astor como “el hombre más odiado de Nueva York” cuyo nombre “sonaba a lingotes para muchos neoyorquinos, pero normalmente repetían el nombre no para venerarlo sino para injuriarlo” (92-93). El conocimiento de la corrupción política y la opresión brutal que le permitió a Astor amasar su enorme riqueza y poseer la mitad de Nueva York, podría ayudarnos, como lectores, a pensar de manera diferente sobre la posición ideológica particular que se propone en “Bartelby”, pero no está del todo claro por el cuento mismo que estemos destinados a vilipendiar al abogado por su conexión con Astor. También podríamos estar de acuerdo con Nancy Goldfarb, quien sugiere que Astor era en cambio un “filántropo de renombre” (239) a quien el abogado busca emular en su interacción con Bartleby. Sin embargo, el punto de Goldfarb es similar al de Foley: la historia pretende ser una crítica de una práctica ideológica, exponiendo la “forma en que la caridad y la filantropía pueden utilizarse para servir a los intereses de los privilegiados” (258). Pareciera ser que de cualquier manera que historicemos, el objetivo es ver el cuento como un crítica  de las prácticas ideológicas que mantienen a los ricos en el poder.

¿Por qué entonces nos perdemos esta intención al principio, como parece hacer la mayoría de los lectores? La respuesta de Foley a este problema es que la verdadera clave del cuento es la culpa reprimida de Melville por su respuesta a la revuelta de Astor Place de 1849. La revuelta resultó de una protesta que interrumpió la interpretación de Macbeth del actor británico William Macready, esencialmente motivada por una combinación de antagonismo de clase y resentimiento por el continuo dominio británico de la cultura estadounidense (los manifestantes querían un actor estadounidense en el papel). Melville firmó una carta, junto con muchos otros neoyorquinos prominentes, instando a Macready a regresar y completar su compromiso en el Astor Opera House, prometiendo efectivamente que habría protección policial contra más protestas. Cuando Macready regresó al teatro tres días después, estalló otra protesta y la policía mató a más de treinta personas. Foley sugiere que la razón por la que necesitamos hacer tanta “labor política — y resulta que psicoanalítica — detectivesca” (88) para destapar la lectura correcta del cuento es que la complicidad de Melville en esta reacción conservadora a la protesta popular fue “tan intensamente perturbadora que requirió una expresión en forma sintomática desplazada” (97)

El desplazamiento fue tan exitoso, al parecer, que la mayoría de los lectores no han captado el sentido del cuento: la mayoría de las veces hemos estado considerando que está produciendo el tipo de ideología conservadora que está tratando de criticar. Lo que estoy sugiriendo aquí es que la historia no critica ninguna ideología. Que de hecho está haciendo exactamente lo que la mayoría de los lectores han pensado que hace. Ciertamente podemos, con la ayuda de una historización excepcionalmente buena del tipo que nos ofrece Foley, hacer uso del cuento para criticar la ideología si queremos hacerlo. Pero no estoy convencido de que criticar esta ideología, una ideología ahora de hace más de un siglo, sea el uso más productivo del aula de Literatura.

Sin embargo, antes de decir cuál es, quiero plantear un punto más sobre la crítica literaria marxista. Este es un asunto que me ha preocupado durante décadas, ya que yo mismo soy una especie de crítico literario marxista. El problema es este: el discurso marxista de la crítica literaria, no muy diferente al tipo de crítica que aquí he representado utilizando a Deleuze, tiene una tendencia a no darse cuenta de la ideología que está produciendo. Es decir, pretende proporcionarnos una verdad última, al mismo tiempo que participa en la producción de la ideología romántica.

En el caso de Deleuze, por supuesto, esto ocurre de un modo un poco diferente. Deleuze está produciendo explícitamente la ideología romántica y simplemente comete el error de pensar que esta ideología es libre de toda ideología. La idea de que la Naturaleza Primaria sea un escape desde las limitaciones de lo social al ámbito de la creatividad pura y la libertad se presenta como si no fuera en absoluto una ideología, sino una ontología. En el caso de la crítica marxista de la literatura, en cambio, no se argumenta la ideología como  ontología, sino que simplemente se asume de modo tal que pase desapercibida. Volvemos a entender la literatura como expresión de la profunda singularidad psicológica de un autor genio; entendemos que todos los grandes autores, para ser grandes, deben ser de alguna manera radicalmente subversivos ante la hegemonía; y entendemos que todas las grandes obras de arte son capaces de escapar de la ideología y decirnos verdades que ésta nos ocultaría, de tal manera que le dan a la audiencia cierta libertad ulterior.

Pero, ¿cuál es el resultado de este tipo de lectura? Consideremos lo que sugiere Foley. El lector es “invitado a juzgar las insuficiencias e hipocresía del narrador del cuento” (109), pero una vez que hemos historizado el texto, vemos su “riqueza y complejidad” (109) en toda su plenitud. No necesitamos actuar, simplemente juzgar y apreciar. El texto ha sido contenido, por la crítica marxista, de una manera que, después de todo, le permite cumplir una función completamente romántica: lo contemplamos todo y no hacemos nada, nuevamente convencidos de la terrible tragedia de la existencia humana. Schopenhauer, de nuevo, lo aprobaría.

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Como crítico marxista, me gustaría proponer una estrategia alternativa. Una que comience entendiendo que la ideología no engaña ni oprime, necesariamente — aunque a veces puede hacerlo. En cambio, la ideología organiza nuestra interpretación del mundo de tal manera que permite ciertos tipos de acciones y excluye otras. No querríamos no tener una ideología en ninguna situación en la que tengamos que tratar con otras personas. La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿podemos producir una ideología más productiva? ¿Una ideología que posibilite e informe tipos de acciones que conduzcan al florecimiento humano y excluyan  aquellos que conducen al tipo de sufrimiento tan alabado en el discurso romántico?

Sugeriría que podemos aprender a hacer esto, y quiero indicar brevemente cómo creo que podemos usar la literatura, incluso un cuento como “Bartleby”, en este esfuerzo. Voy a sugerir dos formas de abordar este cuento que pueden ayudarnos a ser más conscientes no solo de cuál es nuestra ideología, sino de cómo podemos producir ideologías con una intención más consciente. Primero, podríamos historizar el cuento de una manera ligeramente diferente, sumado al contexto histórico del tipo que ofrece Foley. En segundo lugar, podríamos abordar la técnica literaria que permite que el cuento produzca su efecto ideológico tan bien que todavía podemos responder a ella mucho después de que se haya logrado su tarea ideológica.

Al historizar una obra de literatura, es importante recuperar la situación histórica, el marco de referencia en el que la obra tuvo su significado original. Pero también es importante colocar el texto en la historia del discurso; es decir, prestar atención a la función cambiante del discurso de la literatura. Un discurso, incluido el discurso literario, no solo evalúa y registra otros eventos, sino que es en sí mismo un evento. Es decir, es una ideología en el sentido de ser una acción en el mundo destinada a producir un efecto. Al historizar la literatura, tendemos a pensar en ello  como un comentario o un juicio sobre su contexto, y olvidamos que ello de hecho es parte de la situación histórica, es un acto de participación y no simplemente de observación. En un sentido, esto es lo que busca Deleuze cuando afirma que Bartleby es el “médico de una América enferma”: el cuento no solo diagnostica, sino que pretende representar una “cura” para un problema, ser una solución, no solo una crítica. La pregunta que podríamos querer plantear, entonces, es si esta cura es a la que queremos someternos.

Para aclarar esto, quiero comenzar por historizar la palabra “preferir”. Es difícil para nosotros oír, hoy, la rareza que oye el Abogado en el uso que Bartleby hace de este término. Inmediatamente después de que Bartleby le ha informado a su empleador que él “preferiría no ser un poco razonable” (30), el abogado hace una pausa por primera vez para comentar sobre la rareza de este uso del término:

De alguna manera, últimamente había entrado en la senda de usar involuntariamente esta palabra “preferir” en todo tipo de ocasiones no exactamente adecuadas. Y me estremecí al pensar que mi contacto con el escribiente ya me había afectado seriamente de manera mental. ¿Y qué aberración adicional y más profunda podría no producir todavía? (31)

La forma en que Bartleby usa la palabra “preferir” aún no es, en ese momento, la forma común de usarla. Hoy en día, usaríamos con frecuencia la palabra “preferir” para indicar una elección hecha sin ninguna razón real, una elección libre, independiente de causas sociales o de explicaciones lógicas. Puede que yo prefiera los plátanos a las manzanas, pero no es necesario que explique mis preferencias. Sin embargo, este para nada es un uso común de la palabra cuando se escribió “Bartleby”. Si nos referimos al Oxford English Dictionary (OED), podemos ver que la primera definición de la palabra, y la que todavía es más común a mediados del siglo XIX, es fomentar o promover algo. Pero incluso el segundo significado, que se define en el OED, “favorecer”, es algo distinto al que usamos hoy. Se refiere a privilegiar algo sobre otra cosa exactamente por alguna razón (como al preferir una silla a otra porque es más cómoda), o a tener el hábito o la tendencia de hacer una cosa sobre otra (como preferir el café al té, en la sensación de tener una tendencia a beber uno con más frecuencia que el otro, incluso si me gustan los dos por igual). El uso de “preferir” para referirse a algo como tomar una decisión libre y no forzada para hacer algo sin ninguna razón en absoluto (a la vez que prefiere ni siquiera ser un poco razonable) es inusual en ese momento, y la existencia misma de tal capacidad de libre elección es inquietante para el Abogado, quien teme haber sido “afectado seriamente de manera mental” por algo tan simple como este uso novedoso de un término familiar.

Este término, tan obviamente central en el cuento, lleva nuestra atención al papel de “Bartleby, el escribiente” en la transformación de la ideología — tanto la ideología de la literatura como la ideología del sujeto. Por supuesto, nadie diría que un solo cuento tiene un poder tan enorme. Sin embargo, podemos verlo como partícipe de una transformación llevada a cabo por todo el romanticismo estadounidense.

Lo que está en juego aquí es, en parte, el supuesto sobre nuestra capacidad para tener algo parecido a un libre albedrío. En un enigma filosófico de larga data, el Abogado incluso responde a Bartleby buscando en la bibliografía sobre este asunto. Consulta con Edwards y Priestly, y se reconforta, temporalmente, al saber que no puede haber tal cosa. Llega a la conclusión de que “mis penas relacionadas al escribiente, habían sido predestinadas desde el principio de los tiempos” por alguna “Providencia omnisciente” (37). Este conocimiento, dice, “produjo un sentimiento saludable” (37), pero no dura mucho. No puede escapar a la inquietante sensación de que Bartleby representa la introducción de una forma completamente nueva de experimentar el mundo: como algo de lo que podemos permanecer separados, indiferentes. O más que eso incluso, como algo de lo que  deberíamos permanecer indiferentes.

Esto quizás sea familiar, comúnmente se le llama la respuesta “posmoderna”, ejemplarizada en la famosa afirmación de Richard Rorty de que “siempre somos libres de elegir nuevas descripciones (para, entre otras cosas, [nosotros mismos])” (La filosofía y el espejo de la naturaleza, 362). Yo simplemente sugeriría que el posmodernismo no es más que la consumación del proyecto romántico, y que la idea de que no podemos cambiar el mundo, sino que solo es esperable obtener un desapego irónico de él, es fundamental para la ideología romántica del sujeto.

Esta versión particular del libre albedrío, en la que solo podemos elegir libremente nuestra actitud hacia el mundo, sigue siendo una posibilidad preocupante para el narrador, que todavía no es un sujeto plenamente romántico. Esta idea, a la que el teólogo francés Servais Pinckaers se refiere amablemente como la “libertad de la indiferencia” y el filósofo británico Andrew Collier llama “libertad fuera de marcha”, no es infrecuente o inquietante en la actualidad; pero es inquietante para el Abogado, que preferiría el determinismo completo al tipo de libertad que representa Bartleby.

El cuento, entonces, se convierte en la historia de una transformación ideológica que ocurre tanto en la cultura de la época como en la mente del lector. La tarea del cuento  es producir en nosotros la “aberración más profunda” a la que el Abogado teme, precisamente porque se ha vuelto inevitable.

Consideremos la cantidad de cambios descritos en el contenido del cuento: el cambio en el paisaje de la ciudad en sí, a medida que los edificios más antiguos son rodeados por otros más nuevos y más altos; el cambio en la cultura de la religión, representado por el plan del Abogado de ir a ver a un predicador famoso en la nueva iglesia de la Trinidad; el cambio en el sistema legal, que el Abogado lamenta, ya que los antiguos tribunales de la Cancillería son reemplazados por un proceso legal más moderno y codificado; la transformación en el lugar de trabajo, ya que se pierde la familiaridad anterior con los empleados en el nuevo modelo de eficiencia y profesionalismo. Se suele comentar que el abogado menciona el deseo de llevarse a Bartleby a casa, ofreciendo finalmente esta solución, pero la oferta es rechazada. Con frecuencia, esto  es visto como indicación de un intento de virtud cristiana del abogado, y con la misma frecuencia se ve como señal de su culpabilidad y complicidad con la alienación despiadada de los trabajadores capitalistas. Yo sugeriría que se trata de ambas, porque es una indicación de la participación del cuento en una transformación ideológica. Se está produciendo un cambio, desde una práctica temprana del capitalismo, compatible con el interés por los trabajadores, hacia una práctica más nueva, en la que esto simplemente no es realizable. Esta transformación requiere un cambio fundamental en la forma en que nos concebimos a nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás.

Como ha argumentado J. Hillis Miller en su ensayo sobre “Bartleby, el escribiente”, es labor de este cuento ayudar a producir una práctica en la que podamos vivir esta relación con los demás, y esa práctica es el discurso de la literatura:

Todas las lecturas intentan de una forma u otra cumplir lo que el narrador ha intentado y no ha podido hacer: contar la historia de Bartleby de una manera que nos permita asimilarlo a él y al cuento en los vastos archivos de racionalización que componen la literatura secundaria de nuestra profesión. Estamos institucionalizados para hacer esa labor de vigilancia a nuestra sociedad. (174)

Esta es la función de la literatura en general: dar sentido a nuestras relaciones mutuas, “vigilarnos” a nosotros mismos y a los demás. El punto de Miller, por supuesto, es que este cuento es excepcional porque es un caso en el que este intento falla. “La moraleja … de ‘Bartleby’”, nos dice, es que “no puedo determinar cuál es mi obligación ética con mi vecino” a menos que pueda “contar su historia” (142). La historia de Bartleby no se puede contar, por lo que no podemos decidir nuestra obligación con él. Sin embargo, sugeriría que esto no es un fracaso en absoluto. Más bien, el objetivo de dicha vigilancia es llegar a esta conclusión: no podemos conocer nuestras obligaciones morales y, por lo tanto, ni siquiera podemos tener alguna.

En última instancia, si el destino de Bartleby es el destino de la humanidad, nos quedamos sin forma de decidir, o incluso de tener, una obligación moral particular hacia otro. Solo nos queda la resignación a un destino ineludible. Y esta resignación es la relación ideológica con los demás que debemos abrazar si queremos, como Schopenhauer, llevar la ideología romántica a su límite extremo e inevitable. Debemos aprender a sentir una agradable tristeza por nuestra incapacidad de hacer algo para aliviar el sufrimiento en el mundo, y el mismo hecho de que sintamos esta trágica tristeza es un signo de nuestra madurez y de nuestra aceptación de la realidad de que no estamos destinados a ser felices, y lo mejor que podemos hacer es una evocación de la resignación a este destino en el arte, y la aceptación de que “morir es… el verdadero objetivo de la vida” (Schopenhauer, 637).

Queda una tarea más, antes de intentar plantear un argumento final sobre el uso que podríamos darle a este cuento hoy. Necesitamos considerar la estrategia literaria con la que con tanta eficacia se produce esta ideología. Aunque a menudo se insinúa, nunca me he encontrado con ninguna lectura de “Bartleby, el escribiente” que lo considere explícitamente como un cuento doble. Pero sugeriría que esa lectura es la clave para comprender, no su significado, sino su método.

La mayoría de los lectores, incluso entre los estudiantes universitarios que no son estudiantes de inglés, están familiarizados con la forma doppelganger de novelas como  Frankenstein  y  Dr. Jekyll y Mr. Hyde  o de películas como  The Master  y Fight Club. La estrategia es común y los problemas que plantea son conocidos. Nos quedamos con la incertidumbre sobre con qué mitad de la figura del doppelganger debemos simpatizar, lo que lleva a un debate como el que vemos sobre  Frankenstein (¿Es el monstruo la víctima, o es Víctor?), que solo se puede resolver reconociéndolos como dos partes de una sola conciencia en pugna. Nos perturban también con frecuencia los narradores de tales cuentos, como cuando olvidamos la importancia del abogado narrador en  Dr. Jekyll y Mr. Hyde , o no sabemos cuánto confiar en el narrador en Fight Club. La mayoría de estos problemas se repiten en “Bartleby, el escribiente” y con un efecto similar. Si bien nos enfocamos en cuán comprensivo (o mentalmente enfermo) es Bartleby, o en cuán culpable (o agradable) es el Abogado, estamos siendo conducidos a una respuesta al nivel de afecto que es familiar para la mayoría de los lectores.

La estrategia del doppelganger es sugerida a lo largo del cuento, pues el narrador nos cuenta de “ese asombroso ascendiente que el inescrutable copista tenía sobre mí” (35), o monologa  después de leer a Edwards y Priestly sobre la imposibilidad del libre albedrío: “Sí, Bartleby, quédese ahí detrás de tu biombo … No lo molestaré más … Nunca tengo tanta privacidad como cuando sé que usted está aquí”(37). A la manera típica de los doppelgangers, Bartleby es convocado a la existencia en respuesta a los estados psicológicos del Abogado, como cuando ha decidido que aceptar las excentricidades del escribiente permite una “deliciosa satisfacción”, hasta que “una tarde ese impulso maligno me dominó” y convoca a Bartleby desde detrás de la pantalla y provoca un enfrentamiento (23-24). Bartleby sirve como la parte de sí mismo que el abogado debe perder a medida que hace la transición al nuevo conjunto de prácticas ideológicas representadas por sus nuevas oficinas, una práctica más activa y una creciente preocupación por “arruinar” su “reputación profesional” (38). Desesperado, sugiere que Bartleby se vaya a casa con él, “no a mi oficina, sino a mi hogar, y quedarse ahí hasta que podamos encontrar tranquilamente un arreglo que le convenga” (41), pero esta oferta es rechazada. Bartleby, la parte de su personalidad que le ha permitido tolerar un comportamiento idiosincrásico en Nippers y Turkey, “no puede hacer ningún cambio en absoluto” (41). Las desconcertantes palabras de Bartleby cuando estaba en las tumbas, “Yo lo conozco a usted… y no tengo nada que decirle” (43), se vuelven menos desconcertantes cuando las vemos como la respuesta de una parte de la psique del Abogado a otra. O, mejor dicho quizás, una respuesta de la antigua ideología a la nueva.

El cuento nos deja con una especie de agradable melancolía nostálgica, similar a la sensación que podríamos tener con una novela sobre la mayoría de edad cuando el protagonista deja atrás su infancia, la última visita de David Copperfield a los Pegottys, o Mowgli dirigiéndose a la aldea de los hombres. Puesto que McCall tiene razón, generalmente, en una primera lectura, no despreciamos al abogado; en realidad, la mayoría de las veces, sí pensamos en “el abogado como una especie de sustituto de nosotros, una figura con la que podríamos identificarnos mientras luchábamos por entender a Bartleby” (100). Sentimos, aunque no lo reconozcamos conscientemente, la necesidad de dejar atrás sus fantasías de unir el trabajo con lo que él llama “elementos domésticos”. Pero sobre todo, sentimos la satisfacción de que una obra de literatura sea capaz de llenar el vacío, de brindar la nueva forma de generar, de “vigilar” para usar el término de Miller, nuestro sentido moral una vez que tenemos que vivir nuestras vidas en un alienado aislamiento:

¿Deberíamos tomarnos la molestia de leer y enseñar este cuento hoy? La respuesta a esto no es inmediatamente obvia, porque para aquellos que lo han enseñado en los últimos años, particularmente aquellos que han estado enseñando por algún tiempo, estará claro que la respuesta descrita en el párrafo anterior ya no es la respuesta común de los lectores más jóvenes. Para ellos, el cuento es simplemente aburrido y absurdo. Al vivir después que la ideología romántica que se está produciendo aquí esté completamente naturalizada, tan arraigada que ni siquiera podemos concebir alternativas reales a la respuesta de Bartleby al abogado (no importa cuánto sea condenado por hacerlo), los lectores más jóvenes tal vez no puedan sentir la sensación de lucha y pérdida que forma parte del convertirse en un sujeto romántico (aunque, por supuesto, lo más probable es que hoy lo llamemos sujeto “posmoderno”). La idea de que el único libre albedrío que tenemos es la libertad de la indiferencia, que todas las relaciones se llevan a cabo por medio de la ganancia y el comercio, que no se pueda conocer a otro ser humano de ninguna manera significativa excepto como un objeto de uso, todas estas son actitudes tan obvias hoy en día, que adoptarlas difícilmente puede parecer suponer una pérdida. Y encima de esto, ciertamente no es el caso ya que las obras de literatura sean el medio principal de producir nuestras ideologías, ya sean ideologías de nuestra subjetividad o ideologías éticas.

Sin embargo, esta puede ser exactamente la razón por la que todavía podríamos hacer algún uso de la enseñanza de la literatura. Podríamos hacer del estudio de la literatura algo más que el intento de  producir  una ideología; podríamos convertirlo en el estudio de cómo se logra dicha producción. Incluso si la literatura no es el modo principal de producción de la ideología en la actualidad, sigue siendo un modo posible de producir ciertas partes de nuestra ideología general. Pero lo que es más importante, es la práctica ideológica en gran parte responsable de la producción de la ideología post-romántica general que hoy está tan completamente naturalizada y reproducida en muchas otras formas ideológicas. Si hacemos de la literatura  como práctica ideológica nuestro objeto de estudio, podríamos aportar algo crucialmente necesario en nuestro mundo: la capacidad de producir y alterar nuestras ideologías de forma autorreflexiva; en una palabra, agencia.

Una de las razones del atractivo de la “libertad de indiferencia” es que habitamos un mundo en el que muy pocas personas pueden participar activamente en su  construcción. Generalmente operamos bajo el supuesto de que lo que llamo ideologías surgen espontáneamente de prácticas económicas o políticas que de alguna manera son más concretas y reales, y en su mayoría creemos que cambiarlas está más allá del poder de cualquier persona excepto de las personas más ricas del planeta. Es decir, en gran medida hemos olvidado que las prácticas ideológicas son reales y que además tienen poderes causales reales, y que todos debemos participar en ellas.

Si salimos del discurso de la literatura y producimos un discurso  sobre  ese discurso, podríamos obtener la capacidad de evaluar nuestras ideologías y, por lo tanto, de decidir si nos conviene seguir participando en ellas. Además, podríamos abrir las posibilidades de producir nuevas y diferentes prácticas ideológicas que no limiten nuestra libertad a la indiferencia, que a su vez limitan nuestras opciones a preferir, o preferir no hacerlo. También podría darnos alguna pista sobre cómo podemos construir efectivamente prácticas ideológicas más deseables, de modo que la gente se sienta atraída a participar en ellas.

Si bien puede ser limitante seguir produciendo, como lo hace Deleuze, la ideología romántica con nuestras prácticas de lectura, mi argumento es que es igualmente limitante usar un texto para producir una ideología diferente, incluso una que nos gustaría si ocurre que sigamos siendo marxistas en la era del capitalismo global. Es igualmente limitante mientras creamos erróneamente que en realidad no estamos produciendo una ideología, sino escapando por fin hacia la verdad histórica. Necesitamos historizar nuestro objeto literario de estudio, pero para descubrir por qué está produciendo la ideología que está produciendo, y por qué funcionó (o no funcionó) en su propia coyuntura histórica.

Podríamos perder nuestra posición como autodenominados profetas de las verdades humanas eternas, pero obtendríamos el papel que alguna vez tuvieron los maestros de la retórica clásica. Trabajaríamos para enseñar a nuestros estudiantes a  convertirse en agentes activos que dan forma al mundo que habitan. Soy consciente de que la creencia predominante hoy en día es que lo que sugiero aquí es imposible. Como explica Terry Eagleton (escribiendo sobre Stanley Fish), se asume que “sacar a la luz tus suposiciones más profundas, incluso si fuera posible, no lograría nada … ya que creencias tan fundamentales como éstas funcionan solo cuando estamos cómodamente ajenos a ellas”(101). Mi táctica aquí es comenzar por entender esto como en sí mismo un supuesto fundamental en el corazón de la ideología romántica. Como resultado, el acto mismo de leer “Bartleby, el escribiente” como un texto cuyo propósito es producir ideología es en sí un acto ideológico, pero uno conscientemente asumido y que inicia la producción de un nuevo discurso que nos sacará de la trampa epistemológica a la que alguien como Fish quisiera asegurarnos que estamos condenados a volver a caer en cada intento de escape.

Si no hacemos esto, nos enfrentamos a la realidad cada vez más obvia de que la disciplina del inglés se ha vuelto en gran medida irrelevante, que la función que se suponía que debía cumplir ahora se cumple de manera mucho más efectiva en otras prácticas. Ciertamente, todos amamos a Melville, y a Austen y a Shakespeare y  a Dickens. Pero podemos marchitarnos aferrándonos a nuestros vínculos románticos y Románticos, o podemos comenzar a poner todo nuestro conocimiento y el poco poder institucional que la literatura todavía tiene para un uso real antes de que sea demasiado tarde.

En lugar de preferir, podemos empezar a decidir.

 


Obras citadas

Collier, Andrew.  Realismo crítico. Verso, 1994.

Deleuze, Gilles. “Bartleby; o la Fórmula”. Ensayos Críticos y Clínicos . Traducido por Daniel W. Smith y Michael A. Greco, University of Minnesota Press, 1997.

Eagleton, Terry.  El acontecimiento de la literatura.   Prensa de la Universidad de Yale, 2012

Foley, Barbara. “De Wall Street a Astor Place: historizando ‘Bartleby’ de Melville”.  Literatura americana,  vol. 72, 2000, págs. 87-116.

Goldfarb, Nancy D. “La caridad como compra: compra de autoaprobación en ‘Bartleby, the Scrivener’ de Melville”. Literatura del siglo XIX.  Vol. 69, no. 2, 2014, págs. 233-261.

Hallward, Peter.  Fuera de este mundo: Deleuze y la filosofía de la creación.   Verso, 2006.

McCall, Dan.  El silencio de Bartleby. Prensa de la Universidad de Cornell, 1989.

Melville, Herman. “Bartleby, el escribiente”.  Los cuentos de la plaza y otras piezas de prosa, 1839-1860.   Northwestern University Press y The Newberry Library, 1987.

Miller, J. Hillis. “¿Quién es él? ‘Bartleby the Scrivener’ de Melville “.  Versiones de Pygmallion. Prensa de la Universidad de Harvard, 1990.

Pinckaers, Servais.  Moralidad: la visión católica.  Traducido por Michael Sherwin, St. Augustine Press, 2001.

Rorty, Richard.  La filosofía y el espejo de la naturaleza. Blackwell, 1980

Schopenhauer, Arthur.  El mundo como voluntad y representación, volumen II . Traducido por EFJ Payne, Dover Publications, 1958.

 

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