El chantaje del Covid

Tony Perry

Al castellano: Translatoriac

22 de septiembre de 2021

https://damagemag.com/2021/09/22/covid-blackmail/


Reseña de The Revenge of the Real [La venganza de lo real] de Benjamin Bratton (Verso, 2021).


En este punto, es difícil discutir una triste verdad de la política moderna: la izquierda contemporánea no solo está desconectada de la clase trabajadora que pretende representar. Grandes franjas también son activamente hostiles a los intereses de esa clase. La izquierda está dominada por la pequeña burguesía, la clase más histérica, desleal y dócil en una sociedad capitalista, atrapada entre el proletariado y la burguesía e incapaz de asumir un papel de liderazgo en la sociedad.

La pequeña burguesía, nunca cercana a una mayoría en la sociedad, debe lograr simultáneamente dos objetivos: desempeñar un papel útil para el capital en la gestión de la disidencia de la clase trabajadora, y al mismo tiempo legitimar su propio proyecto alegando hablar en nombre de la clase trabajadora.

¿Cómo hace esto la izquierda de tipo profesional? Incapaz de conseguir mucho apoyo o entusiasmo por el proyecto positivo de la socialdemocracia recalentada que fue el “populismo de izquierda”, la izquierda de hoy recurre cada vez más al chantaje moral: haz lo que decimos o habrá malas consecuencias. Un ejemplo arquetípico es el “chantaje del fascismo”: la deslegitimación de la disidencia obrera (y la legitimación de la gestión pequeñoburguesa de esa disidencia) pintando cualquier movimiento hostil a los intereses de la izquierda como un fascismo incipiente o real. Esta estrategia política parece todavía tener piernas, al menos para vender libros. Lo último de Paul Mason, How to Stop Fascism [Cómo detener el fascismo], es un buen ejemplo de la estructura básica del chantaje del fascismo: identificar una amenaza nebulosa, expandirla para incluir básicamente todo lo que no está incluido en la izquierda y luego justificar cualquier cosa que el capital pueda usar para manejar la disidencia de la clase trabajadora. Por ejemplo, Mason admite que los grupos de extrema derecha son pequeños, pero ve a sus “representantes” en el Partido Brexit, UKIP y partes del Partido Conservador. Para contrarrestar esta amenaza, aboga por la vigilancia estatal oficial de los grupos no violentos “que van en camino al fascismo”, entre otras cosas.

Pero la izquierda de hoy no solo ejerce el chantaje del fascismo. También tiene dos herramientas más en su arsenal: el chantaje medioambiental y el chantaje del Covid. En cada caso opera la política del miedo está en funcionamiento, pero en ninguna parte es más claro que con el chantaje del Covid. Si el ambientalismo ha visto durante décadas a los humanos como peligros para el medio ambiente, el chantaje del Covid lleva esta lógica al siguiente paso: somos peligros los unos para los otros, lo queramos o no, ya que no podemos optar por no propagar esta enfermedad mortal. El chantaje del Covid — trátese a sí mismo como un peligro para los demás en todo momento e idealmente manténgase alejado de ellos o tendrá sangre en las manos — funciona bien en una sociedad de impotencia colectiva. Refuerza a un nivel moral profundo la atomización que esa impotencia colectiva crea, y recrea las muy reales condiciones materiales para el miedo. Actuar de forma concertada o colectiva es moralmente irresponsable; la política es un evento supercontagiador [superspreader event].

Una pieza importante de la teoría izquierdista de las que han surgido desde el inicio de la pandemia es The Revenge of the Real de Benjamin Bratton. El punto de partida de Bratton es que la pandemia de Covid fue la venganza de la realidad biológica del planeta — en particular, contra la ola de “incoherencia” populista de los últimos años. Pero el proyecto de Bratton va mucho más allá de una crítica del populismo y una defensa de la “competencia planetaria” (es decir, de la tecnocracia) en su intento de socavar al sujeto individual como base de la política. Bratton ataca lo que él llama la “ilusión de autonomía individual”, sugiriendo que “nuestros hospitales y morgues están llenos debido a la irracionalidad horizontal, espontánea e individualista del status quo”. En lugar de la visión contemporánea de la sociedad como un conjunto de individuos que interactúan, Bratton defiende lo que él llama una “biopolítica positiva”, una frase reveladora que captura la forma en que él visualiza la construcción de un modelo de gobernanza centrado en los riesgos biológicos que presentamos los unos a los otros.

El libro de Bratton es una teoría social completa de la pandemia, que desarrolla un conjunto de conceptos que toman aspectos clave del estado de emergencia “temporal” de la (fallida) gobernanza pandémica y traza un modelo político que busca justificar el gobierno de la sociedad, sobre esa base, de manera indefinida. En su capítulo sobre “La visión epidemiológica de la sociedad”, el antiguo modelo de la Ilustración, de sujetos que piensan y actúan racionalmente (que pueden decidir colectivamente en qué tipo de sociedad quieren vivir) es reemplazado por una visión de la sociedad que tiene al riesgo colectivo en su núcleo. En lugar de ver a las demás personas como sujetos políticos, sugiere Bratton, su potencial para dañarnos a través de su capacidad biológica básica para transmitir enfermedades infecciosas es su característica social dominante. El sujeto, entonces, no es un “individuo auto-soberano” sino que es un vector de “transmisibilidad pública”. La muerte final del sujeto se produce así por consideraciones de salud pública. Significativamente, la vinculación del sujeto a la transmisibilidad implica sobre todo que el modelo de Bratton no se restringe a una situación pandémica, sino que es más bien un intento de universalizar y generalizar la comprensión de la pandemia más reacia al riesgo en un modelo de sociedad que seguramente perdurará más allá del COVID-19.

Hay dos consecuencias principales de esta visión epidemiológica de la sociedad y su comprensión de los sujetos no como auto-soberanos sino como vectores potencialmente peligrosos que deberían estar sujetos a control por motivos de salud pública. Bratton, por supuesto, no es el primero en justificar las respuestas a la pandemia mediante una supuesta colocación del colectivo sobre las demandas (egoístas, irracionales) del individuo, pero es quizás el más completo y audaz en extraer las consecuencias de esta lógica.

La primera consecuencia de elevar lo epidemiológico al “primer principio de lo social”, como dice Bratton, es la de una posición ética particular. Para Bratton, el simple hecho biológico de que todos somos vectores de infección es independiente de nuestra intención subjetiva; titula este capítulo: “La ética de ser un objeto”. Al leerlo, pareciera  que el rechazo de su propia subjetividad y habitar un extraño mundo de objetos es lo mejor por lo que podemos luchar; lo máximo que podemos hacer éticamente es usar mascarilla, que comunicará nuestra “solidaridad con los comunes inmunológicos”. En relación con esto, Bratton discrepa con la idea de que “el contacto directo y «no mediado» no solo es preferible al compromiso remoto, sino que es auténtico en formas en las que las relaciones sociales mediadas nunca pueden serlo“. Los objetos parecen no perder nada al ser presentados en pantallas de Zoom en lugar de cara a cara. Bratton reifica la atomización y el miedo a los demás en un bien positivo. Y dado el quién precisamente estuvo detrás de las pantallas durante el Covid, pareciera ser una formalización directa de la ideología pequeñoburguesa.

La segunda consecuencia, más directamente política, es que se necesitan una serie de mecanismos de control para gobernar la situación en el supuesto interés de los comunes inmunológicos. En particular, Bratton aboga por una profundización de lo que él llama la “capa sensible”, entendida como las formas en que una sociedad recopila datos sobre sí misma para crear modelos útiles. Bratton tiene razón en que la pandemia impulsó una nueva forma de ver lo social, en el tipo de epidemiología amateur alentada por la reproducción interminable de gráficos y tablas de números de casos, números R, tasas de mortalidad y una amplia gama de otras herramientas inductoras al miedo que se muestran en las noticias nocturnas. Sobre todo, esta visión epidemiológica de la sociedad exige una recopilación y un seguimiento de información masivamente ampliados, con el fin de producir modelos y simulaciones más precisos y eficaces. De este modo, los “destructivos eventos supercontagiadores”, como las protestas contra el confinamiento, pueden modelarse y su impacto evaluarse, antes de presumiblemente prohibirse.

Así que aquí llegamos a la conclusión del chantaje del Covid. Bratton sugiere que nos enfrentamos a una elección: abrazar la “biopolítica positiva” de la vigilancia, el post-contacto y la ética de ser un objeto que extiende la lógica de los confinamientos para siempre, o actuar de una manera que — sean cuales sean nuestras intenciones —destruye a nuestros conciudadanos. Cualquier disidencia populista o de la clase trabajadora tendrá que ser gestionada y desmovilizada, sobre todo sobre la base de que los individuos-como-objetos que actúan de forma concertada no solo es desaconsejable, sino que es un desastre que induce a la muerte.

Esta no es solo una visión extremadamente antisocial para la sociedad (en realidad, es difícil imaginar una visión más extremadamente antisocial); también es psicótica, rayana en lo sociópata. La posibilidad de que exista alguna aceptación de estos puntos de vista dentro de los círculos de izquierda es un terrible augurio para la izquierda misma. Es un augurio de la plenitud de la toma de poder pequeñoburguesa, y en un momento en el que necesitamos terriblemente alguna fuerza contraria a la decadencia neoliberal. El respeto por los “comunes inmunológicos” no es ético ni político: es capitulación ante una fantasía pequeñoburguesa.