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Atractores cautivantes: algunas ideas sobre el comienzo de “Has de cambiar tu vida” de Sloterdijk
por Tom Pepper
Al castellano: La inteligencia artificial y Non Lavoro
Puesto que he estado pidiendo sugerencias de obras que inciten a la acción en el mundo en vez que fantasías de escape o estrategias de acomodación, Has de cambiar tu vida, de Peter Sloterdijk, sonaba prometedor. Esperaba que fuese una exhortación a involucrarse en el mundo con mayor productividad. No lo es. Resulta ser menos una filosofía de transformación activa que una justificación a la adaptación al mundo como es, menos un intento por permitir una agencia real que una afirmación de que el humano completamente realizado es aquel que está más perfectamente sujeto al capitalismo.
No deseo intentar una respuesta al proyecto de Sloterdijk como un todo, o siquiera a todo el Has de cambiar tu vida. En vez de eso, quiero llevar la atención a un pequeño problema al comienzo de este libro en particular, pero un problema que solamente puede llevar al peor tipo de error, ilusión, y pérdida de agencia.
Sloterdijk comienza su libro con una discusión de un objeto estético, un poema de Rilke cuya última frase es el título de su libro. Para algunos lectores, esta sería una indulgencia irrelevante, pasable y digna de la menor atención: oh, aquí está simplemente hablando de poemas, los poemas son todos buenos y no es necesario prestar a esta parte demasiada atención. De hecho, mi copia usada del libro fue aparentemente dado en regalo, y en la inscripción el donante sugiere que toda la sección primera se salte por tediosa e irrelevante — consejo que al parecer el receptor siguió, pues sus notas al margen comienzan en la segunda sección. Me pregunto cuántos más se saltaron esta parte, y nunca consideraron que los más peligrosos supuestos de Sloterdijk, aquellos que la mayor parte de los educados lectores occidentales sin duda comparten, se hallan en la inexaminada ideología Romántica de lo estético.
Para mí, la ingenua inhabilidad de Sloterdijk de comprender cómo funcionan los objetos estéticos es problemática no solo porque es evidencia de cuán terriblemente ha fallado en su labor toda la disciplina académica en la que yo trabajo. Es problemática porque el modo particular en que aún personas muy inteligentes se vuelven profundamente estúpidas al enfrentarse a un poema o una pintura o una novela revela el poder e insolubilidad de la producción de ideología capitalista en nuestro intensamente estetizado mundo. El pensamiento crítico e inteligente sobre una obra de arte se considera simplemente imposible en el mejor caso, y en el peor caso, como obsceno y ofensivo.
El resultado es que somos tan poderosamente interpelados por aquella obra de arte que nos estamos rehusando a pensar, que nos quedamos con poca esperanza de una agencia ideológica real.
No quiero volver a discutir aquí la teoría de la ideología, así que solo diré que utilizo el término en el sentido de Althusser, como un rasgo positivo y necesario de toda acción humana. Debemos tener creencias-en-prácticas para reproducir nuestras formaciones sociales, y el término interpelado se refiere a un individuo que se torna participante en una práctica ideológica, y así en un sujeto de aquella práctica. No podemos ser sin ideología, pues toda acción requiere de una intención y una práctica en la cual llevarla a cabo, pero algunas ideologías son mejores que otras. Es siempre mejor saber que la propia ideología es una ideología, y no confundirla con una verdad eterna y natural; usualmente, cuando una ideología es afirmada como verdad natural, esa ideología está funcionando para reproducir una formación social opresiva. La “agencia ideológica”, entonces, no es un oxímoron: podemos solamente tener agencia real en una ideología cuando sabemos que es una ideología y no la confundimos con el orden natural de las cosas. Esa es toda la introducción básica a la ideología que daré aquí, pero estaré feliz de señalar otros textos en que he desarrollado esto en mayor profundidad.
Sigo.
La cuestión de la estética está casi siempre conectada con el problema de producir ideología. En el sentido filosófico, la estética concierne a la relación entre la experiencia corporal y las ideas, y a la negociación entre particulares concretos y universales abstractos. El uso de ideas y abstracciones para organizar nuestra experiencia particular y corporal del mundo es, entonces, tanto una cuestión estética como ideológica.
Sin embargo, cuando se trata de algo como un poema, la mayoría de las personas se tornan reacios o incapaces de considerar cómo éste opera en construir nuestra ideología, y así dar forma a nuestros actos y experiencia en el mundo. Con los poemas, se nos pide que admiremos, nos asombremos, sintamos profundamente… pero nunca pensemos. Al menos esa es la actitud común hacia la poesía desde el período Romántico — y ocurre hoy incluso en la sala de clases universitaria de Inglés. Sloterdijk, ante todo su obvio conocimiento sobre otros asuntos, sigue siendo un completo ingenuo cuando se trata de Literatura. Como resultado, un poema puede funcionar como una conveniente herramienta con la cual cubrir toda una serie de problemas filosóficos e ideológicos, porque no podemos pensarlo, es simplemente bello.
El proyecto principal de este libro es argumentar a favor de una especie de ascetismo que no es aquel ascetismo negador de la vida de ciertas órdenes religiosas. Sloterdijk quiere producir un tipo de ascetismo que nos solicite involucrarnos en una práctica afirmadora de vida, sin la necesidad de una finalidad última — una práctica que se convierta en su propio fin, que haga de nosotros algo sólo porque podemos hacerlo. En un comienzo, esto me pareció potencialmente similar a mi propia postura, que adopté de Spinoza: que la alegría es el intento de incrementar nuestra capacidad de interactuar con el mundo, y que hemos a toda costa evitar ascetismos que requieran de nosotros el abandono de dicha interacción con la promesa de recomenzas futuras de dicha o paz eterna. Hay, sin embargo, diferencias significativas entre estas dos posturas, y me parece que se hacen más obvias al discutir la función de un poema.
Este es, entonces, el poema de Rilke que discute Sloterdijk en su primer capítulo (nota: él usa una traducción distinta)
Torso de Apolo arcaico
No podemos conocer su cabeza legendaria
con los ojos como fruta que madura. Y sin embargo su torso
aún bañado de fulgor desde dentro,
como una lámpara, en la que su mirada, ahora atenuada,
fulge en todo su esplendor. De otro modo
la saliente de su pecho no podría deslumbrarte, ni podría
avanzar una sonrisa por las plácidas caderas y muslos
hacia aquel centro oscuro donde la procreación resplandeció.
De otro modo esta piedra parecería anulada
bajo la traslúcida cascada de los hombros
ni centellearía como el pelaje de una fiera salvaje:
ni estallaría desde todos sus bordes,
como una estrella: pues no hay en ella un solo lugar
que no te vea. Has de cambiar tu vida.
Su lectura del poema sigue con absoluta exactitud la estética Romántica estándar — su afirmación de que este poema “nada tiene que ver con el Romanticismo del siglo pasado” (21) claramente depende de una bastante asombrosa ignorancia de lo que significa “Romanticismo”, evidenciada cuando luego pasa a dicutir los poemas exactamente a la manera Romántica, como un asunto de “disposición a participar en la reversión sujeto-objeto” (24). Elogia la elevación de Rilke de “lo que las cosas mismas comunican” y la “energía del mensaje que no se activa a sí misma, sino requiere al poeta como decodificador” (20), en términos que la mayoría de los lectores probablemente pasen pensando “así es como simplemente la gente habla de los poemas”. Pero si interrogamos la abundancia de términos obscuros e ideológicamente cargados que suenan como si pudiesen haber sido tomados directamente de Wordsworth o Shelley, si estamos dispuestos a pensar críticamente sobre este obscuro discurso de la estética, nos encontramos con algo que debiésemos saber del estudio del Romanticismo: la exigencia es simplemente que debemos permitirnos ser interpelados acríticamente hacia una ideología, y aceptar que esta ideología viene de la cosa misma, y no de formaciones sociales humanas.
Ahora quizás querríamos (yo lo haría) leer este poema de Rilke de forma distinta. Quizás querríamos considerarlo como una consideración crítica de exactamente el problema de la estética de la interpelación. Como apunta Sloterdijk, el problema de la mirada es inevitable cuando leemos este poema: “el torso me ve mientras lo observo — de hecho… me mira con más agudeza que con la que yo puedo verlo” (23). Para mí el poema parece sugerir que, a la típica usanza Romántica, es exactamente la incompletitud de la escultura lo que le da la capacidad de construir la elusiva y todo-poderosa mirada del otro. No podemos capturar del todo su deseo, y por ende nos demanda que “cambiemos nuestra vida” para satisfacer un deseo que seguimos siendo incapaces de desentrañar. Por supuesto, es posible que Rilke está simplemente reproduciendo esta estética Romántica, no intentando darnos algún punto de apoyo crítico para interrogarla, pero me interesa menos la intención autorial que lo que el poema nos permite pensar; la lectura de Sloterdijk sería sin duda más común que la mía, y no quiero discutir aquí cuál es la lectura “correcta”. El punto es que este culto Romántico del símbolo como punto de anclaje ontológico para una formación ideológica le permite a Sloterdijk simplemente descartar todo intento de examen crítico de cualquier práctica ideológica que pueda servir de alguna de sus “antropotécnicas” de un recuperado ascetismo positivo. El “atractor”, por usar su término, nos lleva en su plenitud positiva a una verdad más allá de todo sentido humanamente creado y socialmente producido.
Su discusión de lo que él quiere decir con “atractor” debería resultar perturbadora para cualquier persona pensante, pero en las reseñas y discusiones que he leído de este libro pasa en gran medida inadvertida (aunque no creo que alguien no la haya objetado ya — he leído solo un puñado de reseñas y solo en inglés). La discusión de los atractores parte en la introducción, donde Sloterdijk hace una movida retórica reaccionaria medianamente convencional: rehusándose a considerar (o al menos reconocer) que la clase social depende de la fuente de ingresos, él asume que es un asunto de opulencia y estatus social. Por supuesto, en una comprensión Marxista, uno puede pertenecer a la clase capitalista y estar (potencialmente) arruinado, mientras que un miembro de la clase obrera podría tener bastante dinero ahorrado — la diferencia importante está en si el ingreso de uno proviene de la posesión de propiedad privada, capital y medios de producción o de vender la propia fuerza de trabajo por un salario. Es decir, el problema importante no es simplemente la desigualdad, sino el modo de producción mismo que inherentemente requiere la alienación y la opresión de la mayor parte de los seres humanos. Sloterdijk, sin embargo, utiliza la tradicional retórica capitalista para afirmar que “donde sea que uno encuentre seres humanos, éstos están encapsulados en campos de prestaciones y clases de estatus” (12) y así ocluir el problema real de un modo de producción con fallos y reemplazarlo con un problema eterno de la naturaleza humana. Como resultado, puede luego él trasladar problemas económicos a asuntos de listas de inevitables oposiciones binarias, y así tenemos “riqueza versus carencia” como un rasgo eterno de todas las culturas humanas, junto a otras como “excelencia versus mediocridad” o “conocimiento versus ignorancia” (13). En todas las culturas, nos dice él, “el primer valor [del binario] es el atractor en el respectivo campo” (13). La realidad económica se reduce convenientemente a un patrón universal de binarios, en el que uno es el atractor positivo que sirve de término clave que estructura la práctica cultural. Por ponerlo en mi usual decir Lacaniano-Althusseriano, entonces, el atractor es el Significante Maestro, el Significante Trascendental, que funciona para interpelar a los individuos como sujetos de una ideología particular, naturalizando una formación social particular. La función de una obra de arte, entonces, es interpelarnos cabalmente hacia la formación social existente, produciendo solo una práctica en la que podamos ajustarnos al sistema mediante el ascetismo auto-disciplinado, y que no nos sea posible pensar críticamente sobre ese sistema social.
Que las obras de arte puedan hacer eso debiese ser obvio para cualquiera que haya pasado un tiempo estudiando teoría literaria en las últimas décadas. Quiero ofrecer solo un ejemplo aquí, una instancia, de alguien explicando cómo es que una obra literaria puede tener el poder de atraernos y contenernos tan cabalmente. En Una plaga de fantasías, Zizek discute la tendencia en la cultura popular de intentar “llenar la carencia” de las obras clásicas de arte — como cuando hay novelas que explican qué hizo Heathcliff para amasar su fortuna mientras estaba lejos de Wuthering Heights, o cuando los historiadores decimonónicos del arte intentaron imaginar una Venus de Milo reconstruida. El problema es, explica él, que el “artificio del ‘arte verdadero’ es entonces manipular la censura de la fantasía subyacente” (26). El punto es que la obra de “gran arte” es atrayente más por lo que ocluye que por lo que nos revela — amamos una obra de arte porque organiza con éxito su censura para entonces darnos algo que desear, convencernos que alberga el secreto de la plenitud imaginaria absoluta; la obra de arte atrayente enmascara la banal verdad de que nuestras prácticas ideológicas, nuestras actividades diarias, nunca nos darán alguna felicidad, que éstas solo sirven para mantener en su lugar las estructuras de poder. Uno podría, como sugerí, leer en forma irónica la última frase del poema de Rilke, como un reconocimiento de este seductor poder del arte para subyugarnos, para llevarnos engañados a vivir vidas de sufrimiento interminable por una promesa que siempre seguirá sin cumplir. La mirada faltante que la obra de arte cuidadosamente ocluye se convierte en la poderosa y ubicua mirada del Gran Otro. Lejos de ofrecernos la profunda verdad de la “cosa misma”, aquella que dice más de lo que las palabras pueden, la obra de arte estructura un vacío en el que pensamos que se encontrará la verdad solamente si habitamos lo suficientemente a cabalidad su ideología.
Pero de esas críticas es exactamente de lo que Sloterdijk quiere resguardarse. Su libro abunda en pasajeras desestimaciones de su (mal) comprensión, de texto universitario, del psicoanálisis, con sus sarcásticos comentarios sobre la deconstrucción que no son más que una rabieta de un niño petulante que derriba la torre en bloques de otro, o con la afirmación de que los radicales simplemente quieren “quedarse quietos y encontrar [todo] injusto” (158). Para Sloterdijk, la sociedad siempre es nada más que un impedimento, y que estaríamos mejor sin ella. Pero ya que tenemos una, podríamos también hacer uso de los obstáculos que nos pone en frente, y usar la lucha misma contra esos obstáculos como práctica que nos convierta en ubermensch. Lo importante es la lucha misma, sin esperar tener éxito, o alguna vez lograr ningún tipo de meta — si alguna meta nos interesa no estamos practicando su ascetismo positivo correctamente.
Parte del problema aquí es una especie de necio atomismo radical. Sloterdijk no puede concebir ningún tipo de sistema social que sea en algo beneficioso para los seres humanos. El individuo debe siempre estar enfrentado a lo social, aquello que es su solo obstáculo, y que le hunde en la mediocridad. Esta es la razón de su apoteosis de Nietzsche, quien él insiste no es un producto de su cultura, sino, como el Cristo, un ser que aparece en el mundo pero no es de éste, para darnos una verdad eterna.
Yo sugeriría que el problema del atomismo es, de hecho, el problema clave del proyecto de Nietzsche también, particularmente en el texto favorito de Sloterdijk, Así habló Zaratustra. No pretendo emprender aquí una discusión extensa de Nietzsche, así que solo ofreceré un comentario de un brillante ensayo sobre el Zaratustra escrito por Robert Pippin: “la posibilidad de la auto-superación parece… estar también atada de algún modo a sus problemas de retórica, lenguaje, de audiencia, amigos, su soledad… el éxito en la auto-superación está ligada a lograr la correcta relación con los demás” (xxvii). El problema que enfrenta Nietzsche es que ya que está “desinteresado en obtener poder sobre los demás”, y asume que el fin de la “superación” debe ser superarse a sí mismo como induviduo de un modo libre e individualmente escogido, no puede determinar ninguna práctica radicalmente individual como tal que no sea irremediablemente aislante. No puede imaginar una “superación” colectiva, ni ninguna práctica colectivamente escogida, pues si uno no escoge su práctica en activa oposición al colectivo parece de algún modo ésta ser inferior. Atrapado en la ideología capitalista del atomismo radical de los individuos en la interminable lucha de unos contra otros, y rehusando una relación social de dominación, Nietzsche puede solamente acabar en la desolación.
La solución sería, de modo más típico, buscar la mirada aprobadora. Y esto lo sugiere Sloterdijk en su discusión de “el lisiado”. Cuenta la historia de un niño sin brazos que aprende a tocar el violín y se convierte en violinista de concierto. Su lucha, nos dice Sloterdijk, es lo opuesto al deseo bohemio de rebelarse contra la cultura ordinaria — en vez, el lisiado quiere ser un artista “para poder ser un burgués. La actividad artística constituye, para él, la quintaesencia del trabajo burgués, y ganarse la vida mediante éste es lo que le da un sentido de orugllo” (44). Esto se sostiene como un ejemplo para todos nosotros: debemos estar agradecidos de la mala economía, de nuestra pobreza y exclusión, puesto que nos ofrece la posibilidad de luchar estéticamente para simplemente sobrevivir como un “burgués normal”. Para el “violinista manco”, el fin es evitar ser una mera curiosidad, una mera rareza, y ser apreciado como un músico de verdad: “la curiosidad con frecuencia se trueca, en una emoción entusiasta” y “su autoexhibición antecede a la mera sensación de la misma” (46).
El problema, claro, es el mismo: el problema de “hacerse por sí solo”, de auto-transformarse, de superar al sí mismo, puede solamente funcionar si ello es admitido por una mirada aprobadora — para Zarathustra, su aproblemada relación con la audiencia nunca se resuelve, pues le parece vacía la aprobación misma que busca, el solo obtener esa aprobación se vuelve la prueba de que no se ha superado aún, pero no obtenerla probaría exactamente lo mismo. En cuanto al “violinista manco”, debe atraer a la audiencia varieté de boquiabiertos espectadores e intentar convencerse de que lo que realmente admiran es su virtuosismo musical.
Al final, entonces, nos quedamos siempre con el problema de buscar la aprobación de una mirada cuya aprobación misma nos deja siempre solo sintiéndonos más vacíos, hipócritas, y sin propósito. El encanto de la obra de arte, del poema o la escultura, solo nos ofrece otra mirada tal vez más elusiva para perpetuar nuestros interminables esfuerzos por seguir ignorantes de la naturaleza de nuestra formación social, para engañarnos con que esforzándonos en reproducirla estamos escogiendo libremente rebelarnos contra ella.
Este es el dilema inevitable con el que se queda Sloterdijk al final de su libro con todos sus panegíricos a la “comunidad global”. Produce nada más que la típica ideología capitalista de la renuncia, la sumisión, la adaptación, y la defensa de la ignorancia… con un solo giro: el “atractor” ya no es más Dios y su cielo, o incluso la promesa de la eventual riqueza y el poder, sino algún seductor objeto estético. Una ideología perfectamente adecuada para los trabajadores occidentales de clase media, enfrentados como lo están a un interminable y gradual declive en su estándar de vida: vuélvanse ascetas que trabajan por la mera alegría de cómo el trabajo te transforma… en nada más que una más perfecta instancia de trabajador.
Finalmente, entonces, esto no es para nada semejante a lo que Spinoza se refiere con alegría. Lo que me gustaría ver en cambio es el tipo de ideología que permita la total innecesidad de convertirnos en ascetas — ni siquiera en el sentido que Sloterdijk considera positivo. Lo que necesitamos es una práctica ideológica que rechace el individualismo atomista, y recuerde que las prácticas sociales colectivas pueden operar para darnos más oportunidad de interactuar con el mundo. La finalidad no requiere ser convertirse en el ejemplo perfecto de granjero; sino, la finalidad podría ser producir colectivamente más alimento con mayor efectividad en un sistema organizado en torno a alimentar a todos en vez de en torno a la ganancia. Un sujeto colectivo ya no lucharía por hallar la elusiva mirada aprobadora, sino que estaría capacitado para actuar en el mundo como parte de un grupo. El reconocimiento de iguales, negociado y por siempre reelaborado, reemplazaría a la fantasía de la mirada del Gran Otro, ya sea que ese Gran Otro sea Dios o la anónima audiencia que aplaude (o a la que “le gusta”).
El tipo de poema en el que yo estaría interesado, luego, no es el que Sloterdijk encuentra cuando lee a Rilke. Yo preferiría un poema que no nos “atraiga”, sino que vuelva explícita la práctica social que pueda darnos más poder de actuar en el mundo. Preferiría el poema petulante que derriba torres de bloques, o el poema radical que señala la injusticia. Preferiría no desdeñar la teoría psicoanalítica con alguna creencia ingenua de que se trata de “sentimientos reprimidos”; en cambio, podríamos seguir el psicoanálisis hacia la comprensión de lo reprimido como aquello que debe permanecer impensable en el orden simbólico existente. Finalmente, en vez de ver la cultura y las instituciones sociales como meras “muletas”, tal vez debamos considerarlas como cosas que podemos hacer colectivamente para escapar con éxito de un mundo de ignorancia, enfermedad, hambre, y lucha brutal con los elementos.
Tal vez una obra de arte que sugiera estas cosas no tendría el poder “atractor” del arte Romántico. Pero el arte Romántico es justo arte capitalista — no es un accidente que el Romanticismo surja cuando el capitalismo se convierte en el modo de producción dominante. Si queremos un arte, y una ideología, para lo que viene después, quizá tengamos que pasar más allá de este encanto seductor de las ambigüedades placenteras y las miradas elusivas. En vez de cambiar nuestras vidas, hemos de cambiar el mundo.
Obras citadas
Pippin, Robert. “Introduction.” In Thus Spoke Zarathustra, Friedrich Nietzsche. Trans. Adrian Caro. Cambridge University Press, Cambridge. 2006.
Rilke, Ranier Maria. “Archaic Torso of Apollo.” Trans. Stephen Mitchell. https://www.poets.org/poetsorg/poem/archaic-torso-apollo
Sloterdijk, Peter. You Must Change Your Life. Trans. Wieland Hoban. Polity, Cambridge. 2013.
Zizek, Slavoj. The Plague of Fantasies. Verso, New York. 2008.