OTROS AUTORES
[OTROS AUTORES /// INICIO]


Terror a lo social

W. Thomas Pepper

Al castellano: Non Lavoro

https://www.radicalphilosophy.com/reviews/individual-reviews/terror-of-the-social


Galen Strawson, Things That Bother Me: Death, Freedom, the Self, Etc. [Cosas que me molestan: la muerte, la libertad, el sí-mismo, etc.] (Nueva York: New York Review of Books, 2018). 236pp., £ 11.99 pb., 978 1 68237 220 4


Diciembre de 2018

En su libro más reciente, aparentemente destinado a una audiencia general y compuesto por ensayos que aparecieron anteriormente en publicaciones no académicas, Galen Strawson ha proporcionado un buen resumen de su postura filosófica general. Lo más importante es que ha brindado la oportunidad de evaluar la relación entre el discurso filosófico y lo que podríamos llamar sentido común o nociones cotidianas. Strawson captura con exactitud las aporías y contradicciones que están inherentes, pero a menudo pasan desapercibidas, en las nociones con las que normalmente operamos en nuestra vida diaria. Pero argumentaré también que debemos tratar estas aporías y contradicciones no como verdades probadas sobre la realidad, sino como indicaciones de dónde es que nuestra comprensión del sentido común cae en el error. Si no logramos captar estos errores, como lo hace Strawson, pasamos inevitablemente a aceptar un cierto algo de pensamiento mágico y, lo que es más problemático, a convencernos de que no tenemos capacidad alguna para alterar nuestras vidas, o el mundo, para mejor.

Por lo que probablemente Strawson es más conocido, es por su argumento contra el libre albedrío y, por tanto, contra la posibilidad de la responsabilidad moral. En la introducción a Things That Bother Me, Strawson señala la airada respuesta a este argumento que ha recibido, a lo largo de los años, por parte de quienes no pudieron refutarlo: “La virulencia de los mensajes sugiere que quienes los envían piensan que el argumento es sólido y esto hace que su enojo sea un poco extraño … después de todo, ellos mismos sostienen esta misma opinión”. La retórica de Strawson conduce inexorablemente a conclusiones que a la mayoría les inquietan. Sin embargo, pocos son capaces de interrogar las premisas en las que se basan esas conclusiones, porque son premisas sobre las que casi todo el mundo opera en la vida cotidiana. El punto es que una vez que hemos aceptado el uso que hace Strawson de nuestras nociones  cotidianas del libre albedrío, la conciencia y el determinismo, entonces sus conclusiones son irrefutables. Luego, tenemos que aceptar la ausencia de toda agencia, la noción de la mente como un observador pasivo y, lo más absurdo de todo, el panpsiquismo. Sin embargo, de ser posible examinar estas premisas, es posible también demostrar las muy diferentes posibilidades para la vida humana que se revelan una vez que hemos corregido, o al menos cuestionado, estos supuestos.

En esta colección, la noción de libre albedrío, la base de los argumentos más preocupantes y más conocidos de Strawson, se aborda de manera más explícita en dos ensayos: Luck Swallows Everything [“La suerte se lo traga todo”] y You Cannot Make Yourself the Way You Are [“No puedes convertirte en lo que eres”]. Yo entiendo  que la idea del libre albedrío de Strawson en estos ensayos es precisamente bajo la cual la mayoría de la gente opera normalmente. Dicho con más fuerza, es algo como esto:

La naturaleza mental de uno lo inclina a hacer A en lugar de B (por usar los términos de Leibniz), pero no por ende requiere que uno haga A en lugar de B. Como sí-mismo-agente, uno incorpora un poder de libre decisión que es independiente de todas las particularidades de la propia naturaleza mental, de tal manera que, después de todo, uno puede considerarse moralmente responsable en última instancia en las decisiones y acciones propias, aunque no sea en última instancia responsable de ningún aspecto de la propia naturaleza mental.

Strawson señala con soltura que esta posición es insostenible, porque, por supuesto, el “sí-mismo-agente” necesita proporcionar una explicación de cómo toma sus decisiones y, como tal, se produce una regresión infinita. Sin embargo, la mayoría de las personas probablemente creen que tienen un sí-mismo extra o excedente, separado de su naturaleza mental, por encima y más allá de todos sus pensamientos, creencias, disposiciones, emociones, etc., que puede elegir libremente entre opciones deseables. Esta creencia es el problema que debemos abordar si queremos evitar el pantano de los debates sobre el libre albedrío.

Esta noción de un sí-mismo excedente más allá del contenido de nuestra mente es ciertamente central para todas las teorías empiristas lockeanas del sujeto, aunque claramente es anterior a Locke. Servais Pinckaers, por ejemplo, en su libro de 2001,  Morality, ubica el origen del problema en Guillermo de Ockham, argumentando que la idea de que “la libre elección es la primera facultad de la persona humana”, la creencia de que incluso podemos “elegir pensar o no pensar, querer o no querer”, es un error que todavía no es común antes del siglo XIV. Pinckaers se refiere a esto como la “libertad de indiferencia”, y su análisis de la alternativa a esta idea del libre albedrío puede servir como una guía útil para escapar del callejón sin salida al que nos lleva este concepto.

¿Cómo podríamos esperar rechazar las suposiciones comunes sobre el libre albedrío sin simplemente demostrar su imposibilidad lógica y dejarnos así con el peor tipo de fatalismo? Podemos comenzar por considerar otras formas de concebir la libertad que eran comunes en el pasado: por ejemplo, lo que Pinckaers llama “libertad por excelencia”, una noción que él sugiere que le habría parecido verdadera a los tomistas un siglo antes de que la posición de Ockham se volviera dominante. Para los tomistas, es esencial que nuestra libertad siga, en lugar de preceder, tanto a nuestra razón como a nuestras intenciones. No podemos elegir pensar o no pensar, solo podemos pensar y en ese pensamiento llegar a una comprensión de lo que es mejor hacer. La libertad consistiría entonces, como dice Pinckaers, en “la capacidad de llevar a buen término obras de larga duración que den frutos para muchos”. No se trata de una especie de elección pura de un sí-mismo excedente indeterminado, una elección de inclinarse hacia el lado del bien o del mal al enfrentarse a alternativas. En cambio, debemos entender la libertad como el aumento del conocimiento sobre la forma en que funciona el mundo que nos rodea, lo que a su vez aumenta nuestro poder para actuar en el mundo. Por supuesto, esto no es lo que normalmente pensamos cuando pensamos en el libre albedrío. La libertad de trabajar mucho y duro en proyectos que se ven limitados por la forma en que el mundo realmente es, no se ajusta a lo que normalmente entendemos por libertad. Lo que normalmente entendemos por libertad es ser libres de dicho esfuerzo y dichas limitaciones. Y ese es exactamente el punto. Necesitamos abandonar esa idea errónea de libertad para poder captar el tipo de libertad que realmente podemos tener.

Sin embargo, para comprender cómo debemos repensar estas cosas, primero debemos ser más conscientes de los errores fundamentales en al menos dos más de nuestras suposiciones más arraigadas. Esto es esencial si esperamos cambiar el mundo en lugar de simplemente observarlo. Para ello, vale la pena considerar dos conceptos profundamente interconectados: conciencia y determinismo.

Strawson dedica quizás sus argumentos más apasionados en este libro a refutar la idea – que él llama la “afirmación más tonta que jamás se haya hecho” – de que la conciencia no existe. Escribe: “[C]uando la gente dice que la conciencia es un misterio, están equivocados, porque todos sabemos lo que es. De hecho, sabemos exactamente qué es. Es lo más familiar que existe, aunque eso no significa que podamos expresarlo fácilmente con palabras”. ¿En qué sentido podemos saber exactamente qué es algo, pero ser incapaces de explicarlo en el lenguaje? Hay un buen poco de equívoco aquí, concerniente a los diferentes significados de la palabra “saber”. Por ejemplo, consideremos algo como un automóvil moderno común. Todos diríamos que “sabemos” cómo funciona el coche, porque nos subimos a uno y lo conducimos con éxito todos los días. Pero la mayoría de nosotros no “sabemos” cómo funciona realmente el motor, y no podríamos esperar diseñar con éxito un automóvil que funcione, independiente de  la cantidad de tiempo y acceso a Google que tengamos. El punto es que “sabemos” cómo y cuándo usar la palabra “conciencia”, pero en realidad no tenemos una idea clara de lo que significa.

Sugeriría que en realidad no “significa” nada, que funciona como una especie de significante flotante útil para encubrir una aporía en la ideología empirista del sujeto. Y todos hemos aprendido a usarlo exactamente de esa manera, generalmente sin molestarnos en absoluto por la falta de una noción detrás del término (así es como funcionan los significantes flotantes). Aunque debería ser obvio para los estudiosos que trabajan en el campo de la filosofía de la mente, sorprendentemente pocas personas, incluso en ese campo, han notado que el concepto simplemente fue inventado por John Locke en An Essay Concerning Human Understanding [“Ensayo sobre el entendimiento humano”]. El término era un neologismo en el siglo XVII. Apareció por primera vez poco más de una década antes de que Locke publicara su trabajo, y él le da una nueva función, que sigue operando hasta el día de hoy. (Sobre esto, ver la introducción de Stella Sandford, de 2013, a Identity and Difference: John Locke & the Invention of Consciousness de Etienne Balibar.) Esta palabra sirve para tapar  una dificultad en el proyecto empirista, específicamente la dificultad de dar cuenta de la naturaleza del sujeto si es que éste ha de ser concebido como anterior a toda sociabilidad. Si el sujeto ha de surgir de la experiencia sensorial organizada en conceptos antes de entrar en cualquier dimensión social, entonces nos quedamos con una enorme brecha explicativa, y con la que todavía estamos luchando hoy: ¿cómo exactamente pueden este cuerpo y cerebro materiales y deterministas dar lugar a algo como la mente? Este eterno problema surge, entonces, sólo una vez que asumimos un sujeto atomista, preexistente a la dimensión social, que puede elegir libremente entablar relaciones con los demás. La solución de Locke es afirmar la existencia de una conciencia (y un “sí-mismo” [self], otro neologismo para la época), y darle dominio sobre sus experiencias empíricas.

La noción de conciencia de Locke sirve para evitar el aspecto más preocupante del sujeto para los materialismos reduccionistas, desde el empirismo hasta el neurocognitivismo reductivo actual: la socialidad de la mente humana. Nos quedamos perplejos ante cómo es que pueden existir cosas como la experiencia de “lo rojo” porque no podemos concebir que en tales experiencias haya dos componentes: las experiencias sensoriales biológicas y la noción socialmente producida de lo rojo, que existe en nuestro lenguaje y sitúa a esa experiencia sensorial en un contexto que no depende únicamente de la recepción empírica pasiva de las ondas de luz. Este aspecto social no se puede eliminar de nuestra experiencia, porque precede y moldea nuestra experiencia. El modelo lockeano del sujeto ayudó a eliminar lo social de la epistemología, del pensamiento, e incluso de la ética. Sin embargo, una vez que hemos eliminado el aspecto social de la conciencia, nos quedamos con un sujeto determinado mecánicamente, cuya conciencia no juega papel significativo alguno en el mundo. Al plantear su argumento contra el libre albedrío, Strawson afirma que “el determinismo es infalsificable”, y que una vez que aceptamos esa afirmación, inevitablemente nos vemos llevados a negar cualquier tipo de libre albedrío, a aceptar que absolutamente todo lo relacionado con “tu forma de ser es, hasta el último detalle, cuestión de suerte”. Pero es significa también, quisiera señalar, que debemos aceptar su panpsiquismo, pues éste se deriva de su definición de determinismo.

Entonces, ¿qué quiere decir Strawson con “determinismo”? Simplemente que “Uno es como uno es, inicialmente, como resultado de la herencia y la experiencia temprana”. El determinismo que Strawson encuentra infalsificable es dependiente  de su noción muy específica de “experiencia”. En el ensayo Real Naturalism [“Naturalismo real”], en el que Strawson sostiene que el panpsiquismo es un correlato necesario del realismo, explica lo que quiere decir con “experiencia”, de esta manera:

Una forma de transmitir lo que es ser realista sobre la experiencia, es decir que es seguir tomando la experiencia del color o la experiencia del gusto o la experiencia del dolor, consideradas simplemente como un suceso mental, como exactamente lo que uno consideraba que era, de manera bastante irreflexiva, simplemente por suceder, antes de que uno filosofara en cualquier sentido: como cuando uno tenía seis años, por ejemplo, y le daban una comida que no le gustaba.

Esta definición asume que toda experiencia es sólo empírica, que de hecho hay experiencia “antes de que uno filosofara en cualquier sentido”. Pero no la hay, si pensamos en “filosofar en cualquier sentido” en el sentido más amplio, ya que ese filosofar está ya hecho y está incluido en el lenguaje socialmente construido en el que conocemos nuestras experiencias de gusto o color o incluso dolor – tal vez no para un bebé recién nacido, pero ciertamente para el de seis años que Strawson tiene en mente como sujeto primitivo. Sin embargo, una vez que aceptamos esta definición de experiencia, parece lógico seguir con que el determinismo debe ser lo que Strawson entiende que es. Entonces no sería un salto al panpsiquismo, porque si un tipo de materia determinada mecánicamente (nosotros) claramente tiene experiencia, no podemos encontrar ninguna razón posible para sugerir que la experiencia consciente no sea una propiedad de toda la materia: “nada en física requiere o implica que la naturaleza trascendente de la estructura de la realidad concreta sea o deba ser fundamental o irreductiblemente de carácter no experiencial”. Nada, según esta definición de experiencia, claro. Pero si perdemos el miedo a reconocer la naturaleza construida socialmente de la mente, no necesitamos pensar en la experiencia de esta manera. Podríamos simplemente sugerir que la experiencia “consciente” es un poder que emerge debido a la naturaleza particular de los seres humanos como animales sociales que hacen uso y dependen del lenguaje.

Strawson parece estar tan preocupado por la emergencia como por la sociabilidad. Sugiere que cualquier alternativa a su panpsiquismo requeriría que “postulemos algún tipo de ‘emergencia radical’”. Pero no. Solo lo parece si pensamos, como Strawson, que “algunas cosas físicas son de naturaleza experiencial”, que la experiencia es una propiedad de la materia, algo que la materia tiene, como la masa. Pero si entendemos que la experiencia “consciente” es algo que hacemos, no algo que tenemos, no estaremos atrapados en el dilema de Strawson. En este caso, no necesitaríamos sugerir que las partículas subatómicas, las piedras o las galaxias tengan experiencia, como tampoco sugeriríamos que tienen la capacidad de construir nidos o producir miel solo porque sabemos que las aves y las abejas tienen estas capacidades. La experiencia no es una propiedad de la materia, sino una capacidad emergente de una forma particular de materia, y no tiene por qué parecer más “radical” que la capacidad de una abeja para producir miel, a menos que cometamos el error de asumir que la “conciencia” es, de alguna manera, esencial para la existencia del universo. Una vez que eliminamos esta noción de experiencia, ya no estamos atrapados en el mundo determinista de Strawson en el que todo en nuestras vidas es puramente una cuestión de suerte, sin nada en absoluto que podamos hacer al respecto.

Vale la pena pensar aquí en la función ideológica de estos conceptos fundamentales, como de gran parte del discurso de la filosofía. Cuando pensamos en el libre albedrío en la forma en que Pinckaers se refiere como “libertad de indiferencia”, nos quedamos con una especie de fatalismo sobre el mundo. En el mejor de los casos, podemos responder, individualmente, al mundo tal como es, pero nunca podremos esperar transformarlo. Es decir, estamos excluidos del ámbito de las estructuras de las formaciones sociales, quedando solo con la libertad limitada de elegir dejar de pensar por completo. La “libertad por excelencia”, por poco que suene a lo que solemos decir con libertad, nos permitiría, por el contrario, comprender y transformar el mundo social que nos rodea. La mayoría de nosotros usamos el término “libre” sólo en el primer sentido, porque ese es el sentido que ha adquirido en la mayoría de los idiomas occidentales. Cuando los filósofos debaten sobre el libre albedrío, asumen el mismo significado del término y debaten si, y cómo,  podríamos tenerlo en lugar de si es el concepto correcto de libertad a sostener. Cada nuevo ensayo, libro o curso universitario sobre el problema del libre albedrío, entonces, solo reifica este concepto y sirve para reproducir una ideología en la que nuestro mundo social es del mismo tipo que el mundo natural, y no algo por lo que podamos hacer algo para cambiarlo.

De manera similar, la noción común de conciencia, esencialmente un significante flotante que sirve para cerrar una brecha en una ideología particular del sujeto, casi nunca es interrogada críticamente. Como han señalado Strawson y muchos otros, este término es originalmente parte de una idea forense de la identidad personal, destinado a definir el estatus legal de los individuos y a proclamar su responsabilidad moral por la participación en formaciones sociales cuyo cambio debe seguir estando fuera de su alcance — de hecho, fuera de su capacidad de pensarlas como sociales. Quizás sea el momento de dejar de escribir libros que traten  de explicar inútilmente la inefabilidad de la conciencia, y que en cambio señalen  simplemente la función ideológica del término. El determinismo mecanicista, del tipo tan popular hoy en día en todas las formas de reduccionismo, y que influye  implícitamente en la popularidad actual de las teorías sobre nuestra incapacidad para pensar racionalmente y sobre las predisposiciones supuestamente innatas que realizan todo nuestro pensamiento por nosotros, es el más paralizante de estos conceptos fundamentales. Sin embargo, el terror a lo social lo convierte quizás en el supuesto más difícil de cuestionar, porque ¿cómo podríamos aceptar que la única alternativa al determinismo mecanicista es que nuestra agencia requiere la negociación social de los significados, las metas y las intenciones?

La tarea de la filosofía debería ser exponer y criticar las nociones ideológicas que influyen en nuestras prácticas cotidianas. Desafortunadamente, gran parte del discurso filosófico ha asumido como dadas las nociones que usamos en nuestro pensamiento cotidiano sobre el mundo, nuestra comprensión del sentido común incrustada en nuestro lenguaje. Esta es la razón por la que un libro como el de Strawson puede cruzar la división generalmente infranqueable entre la filosofía profesional y la no ficción convencional. Los supuestos del discurso de la filosofía son simplemente los supuestos del sentido común. Lo que necesitamos son más intentos de cruzar esta división, pero hacerlo en un intento de desmitificar estos supuestos incuestionables. Cada vez que reciclamos los viejos debates sobre el problema mente-cuerpo o el libre albedrío, simplemente reificamos las nociones  ideológicas fundamentales para el funcionamiento de la formación social actual. Criticar, pero, lo que es más importante, reemplazar estas nociones es, por lo tanto, la única forma en que podemos habilitar el funcionamiento de nuestra capacidad emergente para conocer, y por ende transformar efectivamente, el mundo en el que vivimos. Que podamos hacer esto debería ser completamente obvio para cualquiera que maneje un automóvil, hable por teléfono celular o viva en una ciudad. Por qué negamos que tenemos ese poder, no es ningún misterio: resulta de aceptar las suposiciones que hemos estado examinando aquí. Strawson dice que la afirmación más absurda de todas es la negación de la conciencia; Yo sugeriría, en cambio, que es la propia creencia de Strawson de que todo lo que “somos” solo puede dejarse en manos de la suerte.