La producción de la dialogía dominante

Grégoire Chamayou

Al castellano: Non Lavoro

https://illwill.com/the-production-of-the-dominant-dialogy


El siguiente es un extracto de La sociedad ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario, de Grégoire Chamayou, que aparece esta primavera con Polity Press.


Los negocios mismos, puesto que están inmersos
en una lucha competitiva, están en guerra.

— Arthur Fürer, director general del Grupo Nestlé

 

Contraactivismo corporativo 

Por toda la década de 1970, los llamamientos de los empleadores a una contraofensiva fueron constantes. Con el mismo tono marcial, las mismas  y gastadas metáforas militares, el mismo despecho. En 1979, Donald Kirchhof, director ejecutivo de Castle & Cooke, sostenía que lo que estaba ocurriendo era un “asalto directo a nuestro sistema económico. [..] Estamos en guerra, pero es una guerra de guerrillas […] Revitalicemos nuestro liderazgo empresarial y tomemos la ofensiva, en la mejor tradición del capitalismo estadounidense”.

Los negocios, seguían repitiendo, eran la guerra. La empresa capitalista es una institución que está continuamente provocando turbulencias, por lo que es vital que sus líderes aprendan a manejar el conflicto. Producir dicho conflicto es parte de su ADN, no solo internamente, con sus propios empleados, sino también externamente, con el “entorno social” donde impactan sus operaciones.

Ante los desafíos, se desarrollaron nuevas formas de “saber hacer” [know-how]. Hubo un cambio desde una retórica bélica a un replanteamiento estratégico. Con la superposición entre las relaciones públicas, la inteligencia militar y las tácticas de contrainsurgencia, algo nuevo se estaba desarrollando en esta década: los elementos de una doctrina empresarial contra-activista.

En 1974, ciertos activistas británicos publicaron un folleto titulado The Baby Killer. Denunciaban los efectos en la salud del sucedáneo de leche materna comercializado por Nestlé en los países del Tercer Mundo. La leche en polvo, que con frecuencia se vendía a poblaciones que no podían leer las instrucciones de uso y que no tenían acceso a agua potable, era tóxica para los bebés en gran parte de los casos. Haciendo caso omiso de las alertas emitidas por los nutricionistas, Nestlé llevó a cabo campañas de marketing que incluían, por ejemplo, conseguir que representantes femeninas de la empresa distribuyeran muestras, vestidas con trajes de enfermera, para disuadir a las madres africanas de amamantar.

Este texto militante pudo haber seguido siendo confidencial si los gerentes de la empresa no hubiesen cometido el error de sobrerreaccionar. En 1974, el gigante de la agroindustria demandó a un grupo suizo que había traducido el folleto al alemán, dando así resonancia global a las acusaciones contenidas en él. En julio de 1977, los activistas estadounidenses pedían boicotear a Nestlé. Cuatro años después, más de setecientas organizaciones se habían unido a su causa en todo el mundo.

Esta fue una de las primeras campañas de boicot lanzada a tal escala. Enfrentada a  una multinacional, y en un tema de vida o muerte, la lucha se internacionalizó; se animó a los consumidores del Norte a actuar ante las acciones corporativas que se llevaban a cabo en el Sur. En esta lucha, dice Bryan Knapp, “la biopolítica convergió con la geopolítica […] en lo que podríamos llamar biocapitalismo”.

En un inicio, los gerentes de Nestlé estaban completamente desconcertados por un movimiento que no entendían. En noviembre de 1980, un ejecutivo suizo de Nestlé aterrizó en Washington. “Confiando en lo que en general se decía en Vevey [en la oficina central de la empresa], estaba seguro de que el boicot solo involucraba a una pequeña minoría de manifestantes sobreexcitados. Apenas aterrizó, vio una calcomanía en el parachoques de un automóvil que decía “Boicotea a Nestlé”. Asombrado, exclamó: “¡Ah! los bastardos, los bastardos!””.

Los líderes empresariales se hicieron conscientes de una vulnerabilidad hasta ahora insospechada. Para su amarga sorpresa, a pesar de la asimetría radical entre sus medios materiales, pequeñas redes de activistas podían ejercer una presión considerable sobre los grandes grupos industriales. Y esto fue solo el comienzo: “el movimiento activista se acerca a la internacionalización […] En el futuro, puede haber otros ataques concertados contra las multinacionales por parte de grupos activistas unidos”.

Los costos del boicot pronto se hicieron sentir, “no solo en las horas que los jefes de Nestlé se vieron obligados a desperdiciar en abordarlo, sino también por el abatimiento en el que a veces los sumió, a ellos y a sus subordinados. Fue principalmente “psicológica y emocionalmente” que afectó a la corporación”. Nestlé “se había acercado incluso a un psicoanalista para lidiar con el desaliento en el que la polémica hundía al plantel”.

Con la espalda contra la pared, la empresa decidió cambiar de enfoque. Reclutó a un asesor especial que ya había comenzado a hacerse una reputación por su experiencia en la gestión de crisis: Rafael Pagan, un hombre de extrema derecha y ex oficial de inteligencia militar. Había sido asesor en estos temas para los presidentes Kennedy y Johnson y, a fines de la década de 1970, se convirtió en asesor empresarial. Se unió a Nestlé en enero de 1981 para establecer un grupo de trabajo que luchase contra los activistas por cada centímetro de terreno.

Los miembros de este equipo, compuesto en parte por ex militares, se encontrarían más tarde sentados en la junta directiva de Pagan International, a mediados de la década de 1980, luego en Mongoven, Duchin & Biscoe, y finalmente, en la década de 2000, en “Stratfor”. Si el nombre de este equipo te suena, es posible que sea porque el hacker Jeremy Hammond lo expuso en 2011, publicando en WikiLeaks miles de mensajes electrónicos que había hackeado desde sus servidores. En el ínterin, durante tres décadas, estos expertos en contraactivismo habían estado vendiendo sus servicios, a un alto precio, a multinacionales tan encomiables como Shell ante al boicot contra el apartheid, o Union Carbide, o Monsanto.

Tradicionalmente, la gestión empresarial tenía dos formas principales de pensar el antagonismo: el conflicto social dentro de las empresas y la competencia en el mercado. La tensión interna con subordinados, la competencia externa con rivales. Con el estallido del  activismo contra las multinacionales, se presentaba ahora un tercer caso, extraño e inesperado: un conflicto social externo, contra el cual las tácticas tradicionales resultaban inadecuadas. Las empresas, que en un comienzo pensaron que podían tratar este nuevo desafío de la misma manera que con los conflictos laborales, se dieron cuenta finalmente de que “además estas nuevas partes no quieren ser gestionadas dentro de los parámetros operativos definidos por la empresa”. Si había que luchar contra esas fuerzas externas sobre las que ya no tenían control, tendrían que adaptarse, desarrollando un repertorio de tácticas defensivas completamente diferente.

Si los “activistas antiempresariales” lograron controlar a las multinacionales, pensó Rafael Pagan en ese momento, no fue porque fueran “más inteligentes que los hombres y mujeres de Nestlé”, sino porque, al menos, “saben que lo son en el combate político, mientras que los empresarios, incluso hoy, no lo son”. La gestión empresarial bien podría recurrir a recursos colosales, pero hasta que no se organizaran activamente para la lucha política, sufrirían reveses: “No creo que alguna vez seamos amados ni populares […]. Pero si aprendemos a pensar y actuar políticamente, podemos derrotar a nuestros críticos activistas”. Era hora de que las corporaciones, añadiría su colega Arion Pattakos, “combatieran el activismo con activismo”.

En octubre de 1985, cuando el boicot ya había terminado, uno de los principales organizadores de la campaña contra Nestlé, Douglas Johnson, se reunió con uno de sus antiguos oponentes, Jack Mongoven, brazo derecho de Pagan, en São Paulo. Cenaron juntos, bebieron vino y extendieron la conversación hasta altas horas de la madrugada. Johnson escribió un informe sobre esta entrevista, hoy conservado en los archivos de la Sociedad Histórica de Minnesota en Saint Paul.

Esto puede parecer egoísta, pero Ray y yo éramos los estrategas. Somos muy diferentes; yo vengo de las campañas políticas y él del ejército […] El primer día, llenamos la sala de análisis, Ray salió de la sala y yo escribí en la pared los nueve principios de Clausewitz. Lo había estudiado en la universidad y siempre lo encontré útil para desarrollar campañas políticas. […] Ray entró en la habitación, me miró y me preguntó si había ido a la Escuela de Guerra; le dije que no, que nunca había estado en el ejército. Y él dijo, pero sí sabes que esos son los principios de Clausewitz. Así es como en parte descubrimos lo bien que podíamos trabajar juntos y complementarnos. La obra de Sun Tzu fue muy importante en la manera en que desarrollamos nuestra campaña. La diferencia para ustedes estuvo en los primeros años, mientras ustedes  desarrollaban la estrategia, estaban enfrentando a gente en Suiza que no tenía idea de estrategia, y que nunca desarrolló una.

“Era como planificar una gran misión de combate”, todavía recuerda. “Analizamos todas las condiciones importantes: nuestras fortalezas y vulnerabilidades, sus fortalezas y debilidades, incluida su base de apoyo”. Fue una aplicación del modelo “FODA” (“Fortalezas, Debilidades, Oportunidades y Amenazas”) a la cuestión activista, un método de análisis de mercado basado en el contrainterrogatorio de las fortalezas y debilidades de la organización y sus rivales, así como las oportunidades y amenazas en el ambiente. El know-how anti-activista fue así ensamblado tomándose de varias fuentes: la hibridación de estrategia militar, estrategia de partido y estrategia de mercado.

Como le dijo Mongoven al activista Douglas Johnson: “su debilidad eran los recursos, su fuerza era mucha gente comprometida. Nuestra fuerza eran los recursos; nuestra debilidad era la gente. Así que tuvimos que diseñar tácticas para vencer sus fortalezas. Muchas veces adoptamos tácticas, no porque ayudaran directamente a nuestra estrategia, sino porque podían dispersar sus esfuerzos”.

¿Cómo es posible que grupos militantes pequeños, mal financiados, con exceso de trabajo y siempre al borde del agotamiento, pudieran representar una amenaza para imperios económicos con recursos incomparables? La respuesta de estos analistas fue que su as bajo la manga, con sus numerosos efectos colaterales, residía en su “capacidad para movilizar legitimidad” — algo de lo que carecían ferozmente las empresas del otro lado. “Su legitimidad, y su fuerza, venían de otros: de las iglesias, de los maestros, de un pequeño grupo de científicos, de algunas organizaciones de salud. Lo que hicimos fue identificar objetivos y desarrollar tácticas para privarles de su apoyo o legitimidad, para luego tratar con ustedes en nuestros términos”. Esto significaba romper las defensas del adversario para privarlo uno a uno de sus “bloques de credibilidad”.

En las muchas campañas que Pagan y sus colegas llevaron a cabo, desarrollaron una tipología de los activistas. Este simple esquema les permitió, en cada nuevo enfrentamiento, encasillar a sus oponentes en pequeños y estereotipados marcos psico-tácticos. Ronald Duchin, otro integrante de la pandilla, expuso un día esta tipología en un congreso de la Asociación Estadounidense de Ganaderos, y luego su intervención quedó impresa en el boletín de la organización: “Yo también soy ganadero”, comenzaba con un captatio benevolentiae. “Mi esposa y yo dirigimos un  negocio de vacas y terneros Limousin y Charolais de buen tamaño con Kentucky Bluegrass (poa pratensis) […] de una forma u otra todos somos activistas. Sin embargo, los activistas que nos preocupan aquí son los que quieren cambiar la forma en que vuestra industria hace negocios”. Tomemos el caso de la hormona del crecimiento BST (somatotropina bovina) producida por Monsanto: “La mayoría de ustedes la conocen muy bien. Yo también, porque trabajamos para Monsanto en el tema […] la BST es una hormona sintética producida por biotecnología. Se ha demostrado que aumenta la producción de leche en las vacas lecheras entre un 10 y un 25 por ciento. Sin embargo, está siendo atacada por una plétora de grupos de interés público”.

Pero, ¿quiénes son estos grupos? Si quieres derrotarlos, debes conocerlos. No es complicado: se clasifican, invariablemente, en cuatro categorías principales:

  1. Los radicales. Quieren cambiar el sistema, tienen motivos socioeconómicos / políticos subyacentes, son hostiles a las empresas como tales y pueden ser extremistas o violentos. Con ellos, no hay nada que hacer.
  2. Los oportunistas. Estos ofrecen visibilidad, poder, seguidores y, quizás, incluso empleo. La clave para lidiar con los oportunistas es brindarles al menos la percepción de una victoria parcial.
  3. Los idealistas. Estas personas suelen ser ingenuas y altruistas. Aplican un estándar ético y moral. El problema con ellos es que son sinceros y, como resultado, muy creíbles. Excepto que también son muy crédulos. Si se puede demostrar que su oposición a una industria o sus productos causa daño a otros y no puede justificarse éticamente, se ven obligados a cambiar de posición.
  4. Los realistas. Estos son un regalo del cielo. Pueden vivir con compensaciones; están dispuestos a trabajar dentro del sistema y quieren trabajar dentro del sistema. No están interesados ​​en un cambio radical, sino que son pragmáticos.

Enfrentados a las protestas, el camino a seguir es siempre el mismo: negociar con los realistas, sabiendo que en la mayoría de los asuntos es la solución pactada por los realistas la que se acepta, sobre todo cuando las empresas participan en la toma de decisiones. Además, los idealistas deben ser reeducados para convertirse en realistas — un proceso educativo, según Duchin, que requiere una gran sensibilidad y comprensión por parte del educador. Si logras trabajar con los realistas y reeducar a los idealistas, ellos se cambiarán a tu lado. Una vez que estos críticos de conciencia han sido convertidos, los radicales perderán la amplia credibilidad que les había conferido el apoyo de estas autoridades morales. Sin el apoyo de los realistas y los idealistas, las posiciones de los radicales y oportunistas se consideran superficiales y egoístas. En este punto, siempre se podrá contar con los oportunistas para aceptar el compromiso final. La premisa es que los “radicales” obtienen su fuerza solo acercándose a bloques más moderados. Sin este vínculo, son insignificantes. Los radicales aislados en su nicho de radicalismo son inofensivos y no representan ninguna amenaza: un pequeño folclore minoritario sin ningún impacto. Tal es, entonces, la estrategia general: cooperar con los realistas, conversar con los idealistas para convertirlos en realistas, aislar a los radicales y devorar a los oportunistas.

En el boicot de Nestlé, el objetivo a medio plazo de los activistas era imponer un “código de conducta” a las empresas del sector. En lugar de rechazar esta perspectiva, Pagan la hizo suya y entabló negociaciones interminables en torno a los términos del código. Se trataba de abrazar formalmente el principio para sabotear mejor el contenido. Al verse enfrentado a lo que él decidió que era una crítica ética a las multinacionales, Pagan creía que rechazar el léxico de la responsabilidad social ya no era una estrategia viable: “La elección de la industria ya no es si es que será “responsable”, sino cómo lo será¿Vamos a actuar de acuerdo con nuestra propia agenda o con una agenda negociada, o se nos va a imponer una?”

Esta táctica de consentimiento tenía la ventaja de darle un nuevo brillo a la marca de la empresa, un barniz de credibilidad, mientras hundía a los manifestantes en tediosas conversaciones. Ello significó obligar a los activistas a participar en largas charlas. Trasladar “el debate al campo de las interpretaciones había sido una estrategia deliberada”’: ocupar a los líderes opositores con asuntos distintos a boicotear a Nestlé y agotarlos en reuniones interminables, todo esto para desviar al movimiento de la tarea vital de construir una protesta profundamente arraigada. Era una nueva táctica, basada en el diálogo 

 La producción de la “dialogía” dominante 

“Al mismo tiempo, Sócrates, nuestro uso de la retórica
debería ser como el uso de cualquier otro tipo de ejercicio”.

— Platón

No forma parte de la historia oficial de la RSE (“responsabilidad social empresarial”) tal y como se enseña en las escuelas de negocios, pero una de las primeras publicaciones sobre el tema de las “responsabilidades sociales de la gestión” fue patrocinada, en 1950, por el gran teórico de las “relaciones públicas” Edward Bernays, autor de la famosa obra Propaganda.

Unas décadas más tarde, sin embargo, sus herederos vieron que el público había aprendido a desconfiar de la “publicidad defensiva” y las formas de comunicación heredadas de la “propaganda partidista”. Tomando nota del desgaste que habían sufrido las viejas fórmulas, los “mad men” hicieron su autocrítica: “el paradigma de Bernays definía el rol de las relaciones públicas […] como la “ingeniería del consentimiento” en un público maleable. […] Al traducirse en inescrupulosas prácticas de comunicación, tal paradigma parece ahora tanto éticamente insostenible como ineficaz, puesto que el público ha aprendido a recibir este tipo de relaciones públicas con sospecha”. La vieja propaganda ya no funcionaba tan bien como antes y se necesitaba algo más. La publicidad, por supuesto, no desaparecería, pero habría que hacer un esfuerzo por añadir otras formas más sutiles de embaucar a la gente.

El objetivo era recuperar el control de un orden de la expresión que estaba fuera de control. Pero, ¿cuál sería la alternativa, o más bien el complemento necesario para el antiguo modelo? La nueva palabra clave era: diálogo. Los nuevos “diálogos de relaciones públicas” elogiaban la “comunicación dialógica como marco teórico para guiar la construcción de relaciones entre organizaciones y públicos”. En lugar de propaganda, recomendaban la participación; en lugar de lo vertical, lo horizontal; en lugar de lo unilateral, lo recíproco; en lugar de lo simétrico, lo asimétrico. A principios de la década de 1980, los ideólogos de la gestión, adoptando una postura filosófica, cantaron las alabanzas de la esencialmente “ética” razón dialógica. Y Habermas llegó en el momento justo: su “distinción entre racionalidad monológica y dialógica” encajaba muy bien con este nuevo enfoque. En este modelo, transmisor y receptor intercambian lugares para convertirse, en una hermosa simetría comunicativa, en “participantes iguales en un proceso de comunicación que busca el entendimiento mutuo”. Había llegado ahora el momento de la “comunicación ética”, de la “comunicación” como “conversación” o del “diálogo neutral” como “condición previa para la legitimidad de cualquier iniciativa empresarial”. La época de las verdades generales había terminado, prometieron estos devotos de la comunicación, estos nuevos conversos a un posmodernismo respetable: el acuerdo intersubjetivo ahora debe co-construirse a través de un diálogo entre las partes interesadas.

Según uno de los manuales de gestión: “Los filósofos han acordado que el diálogo puede mejorar la ética de la comunicación porque refuerza la dignidad y el respeto de ambas partes. […] La noción filosófica de dialogos se remonta al rechazo de Platón del sofisma como mera retórica, en el que el estilo era el monólogo”. Según nuestros filósofos empresariales (que se metieron en una especie de enredo en el proceso) Platón contrastó el “sofisma”, con el “diálogo en el que los participantes se tratan unos a otros como medios en lugar de fines [sic] y no participan en una guerra de palabras”. Los filósofos son siempre buenos para las citas. Aún así, debe uno  tomarse la molestia (o el placer) de leerlos antes de citarlos, lo que tal vez impida hacer una mezcolanza de todo (sofisma y sofistería, Platón y Kant, medios y fines, etc.). Sin mencionar que dichos filósofos estaban lejos de ser tan angelicales como quisieran que creyéramos en lo que respecta a la práctica del diálogo — comenzando por ese combativo, corrosivo e implacable dialogante, Sócrates, que agobiaba a su oponente sin misericordia.

De todos modos, ya se le había sacado provecho al contraste: estaba el monólogo, un viejo ídolo que ahora los comunicadores parecían pisotear en el polvo, con toda su manipulación, pretensión, dogmatismo, insinceridad y desconfianza; y, por otro lado, el diálogo, con su preocupación por los demás, la autenticidad, la amplitud de miras, la franqueza y la confianza. En lugar de la persuasión unidireccional, esa práctica detestable del pasado, la gente ahora prefería la escucha recíproca, el entendimiento mutuo, la comunicación relacional y empática basada en el consenso, la “co-creación de un entendimiento compartido” entre los “interesados”, la horizontalidad, el “reconocimiento”, la relación con el otro, y así sucesivamente, hasta la saciedad. “¡Suficiente! ¡Suficiente! No puedo soportarlo más. ¡Aire malo! ¡Aire malo! Este taller donde se fabrican los ideales, me parece que apesta a mentiras”.

Salvo que hay dos caras de la moneda en estas celebraciones del diálogo, no una. Cara es la ética; sello es la estrategia. Para tener una visión completa de la situación, es necesario contrastar el emplasto ético-filosófico contra su doble, a saber, la estrategia del diálogo teorizada a su vez por los expertos del contraactivismo empresarial. Algunos citan a Habermas, mientras que otros se refieren a Clausewitz, pero no importa: ambas, la versión filosófica y la versión del agente secreto, son caras complementarias del mismo conjunto de prácticas.

Durante su contracampaña al servicio de Nestlé, Pagan y sus colegas estaban convencidos de que “la resolución del boicot se lograría mediante un diálogo a largo plazo y de discusiones individuales con los críticos”. “Para ellos, el diálogo no era una forma de abrirse a los demás, era una estrategia, […] otra forma de conducir la lucha”. Por su parte, no había diálogo, no había voluntad de negociar: la discusión tenía como objetivo convencer a las personas “sensatas” de que la empresa era sincera y hacer que se retiraran de la campaña. El propósito de este tipo de discusión no era “intercambiar” ideas sino “convencer a la gente de tu punto de vista y motivarlos a actuar para ti”.

Mientras que las relaciones públicas tradicionales buscaban ahogar el discurso de sus oponentes bajo un torrente de publicidad justificatoria, esta nueva táctica se basaba en la observación de que “la destrucción del adversario simplemente no es posible en una época en la que los disidentes antisistema atraen al menos tanta o a veces más atención y apoyo público que las corporaciones a las que atacan”. Así que tienes que jugar tus cartas con más cuidado. “Cuando surge un problema que amenaza con volverse crítico, el administrador del problema no “pone a sus duques” instintivamente para luchar contra el invasor […] Más bien, él o ella se acerca a los líderes de los grupos y filosofías adversarios para explorar racionalmente con ellos la posibilidad de que tengan intereses en común que puedan ser eliminados de la agenda adversaria”.

Actualizar la teoría de la producción de la ideología dominante implicaría en estos días una crítica de la “dialogía” dominante. ¿Cuáles son las virtudes del diálogo como estrategia de poder? Ya hemos empezado a vislumbrar algunas. Completemos el inventario.

1) La función de inteligencia. El diálogo con los oponentes permite identificar lo antes posible los peligros que van surgiendo, e identificar “cuestiones potencialmente controvertidas antes de que lleguen a la arena pública”. Es fundamental averiguar qué tiene en mente el oponente, no solo para saber cuáles son sus planes, sino para entender cómo piensa.

Mantén a tus amigos cerca, pero a tus enemigos aún más cerca — un buen consejo paternal. Trata de establecer canales de comunicación con los grupos del enemigo, incluidos aquellos que “pueden incluso parecer destructivos — al menos a corto plazo”.

2) Una función de confinamiento. Sin que en realidad se le pidiera nada, un ejecutivo de Nestlé a principios de la década de 1980 escribió un conjunto de reglas de conducta para los activistas, incluyendo esta: “Contactar a la corporación objetivo e intentar establecer un diálogo […] antes de montar una campaña de medios públicos”. La principal ventaja de esta táctica de “resolución intergrupal no gubernamental de problemas de políticas emergentes” era de orden topográfico: reubicar la confrontación en un foro privado, confinarla lejos del “espacio público”. Al hacerlo, los activistas se verían privados de su principal recurso, es decir, la publicitación de los problemas; sus líderes serían liberados además de las limitaciones sociales que generalmente les impedían comprometerse demasiado a la luz del día. En circunstancias en las que “los líderes […] no están demasiado ansiosos por que la gente tome la delantera”, escribió Montesquieu, “aquellos con sabiduría y autoridad intervienen”.

3) Una función de desvío. Arroja a los oponentes un hueso que morder y desvíalos de las tareas ofensivas. A fines de la década de 1980, cuando Pagan trató de romper el boicot contra Sudáfrica, enfatizó este punto: “Un aspecto clave de esta estrategia es asegurar que las compañías Shell puedan contrarrestar esa situación de desequilibrio estableciendo su propio diálogo significativo con los cruciales grupos eclesiásticos, de modo que las iglesias perciban sus opciones anti-apartheid en un sentido más positivo y creativo que el de simplemente unirse al boicot de Shell US”. Todo estaba bastante claro: “Para involucrar a la institución ecuménica, las iglesias y los portavoces críticos en la planificación posterior al apartheid deberían desviar su atención de los esfuerzos de boicot y desinversión”. [63-64]

4) Una función de cooptación. Pero el diálogo, si se lleva a cabo correctamente, implica sobre todo que puede cooptar a algunos de los “grupos de presión” de los oponentes. En “la clásica estrategia de cooptación corporativa”, escribe Bart Mongoven, las corporaciones “buscan la organización más ruidosa que pueda identificarse como realista. Se sientan y ofrecen el poder, la gloria y el dinero para resolver el problema al realista ruidoso. Cuando el realista ruidoso acepta, convence al público de que el problema mayor está resuelto. Todo el movimiento activista, por lo tanto, es absorbido (en su mayoría involuntariamente) por este trato único. Cualquiera que diga que el problema no está resuelto parece radical o carente de credibilidad”.

Los activistas suelen tener una imagen exagerada de sus oponentes, dicen nuestros expertos; así, no es difícil sorprenderlos presentándoles un rostro completamente diferente al que esperan.

Adopta una actitud humilde, abierta y de escucha. Engatúsalos hablando su idioma, halágalos tratándolos como una organización responsable, otórgales reconocimiento, haz que cuelguen ante ellos la imagen de una acción “constructiva” completamente distante a la oposición “negativa” o “estéril”. Entre las técnicas de manipulación psicológica que propugna Pagan para convertir a los detractores moderados, está esta: transmitirles documentos sensibles que podrían dañar a la empresa — pero no demasiado — si fueran divulgados, haciéndoles prometer que se los guardarán para sí mismos. Según su experiencia, dice, tal promesa de confianza “nunca fue traicionada”.

5) Una función de descrédito. Un punto importante: estos diálogos, que se cree que son una forma de presionar a los oponentes, son selectivos. A la vez que sirven  para incluir a algunos grupos, también intentan excluir a otros. Al enfatizar el “consenso” como el objetivo del “diálogo”, el punto es desacreditar cualquier política de disensión, etiquetando implícitamente a “grupos que no participan en discusiones directas orientadas al consenso con la industria como  “confrontacionales”, “incapaces de dialogar” y, en última instancia, como “indignos” de participar en los procesos democráticos de toma de decisiones”. Esto significa trazar una línea de demarcación entre aquellos que están dispuestos a dialogar y el resto — transformando a algunos en tus satélites y desacreditando a los demás. Pueden ser reprimidos con mayor facilidad cuando han sido presentados como fuera del logos.

6) Una función de legitimación. Al dialogar con ONGs que disfrutan de un gran aura de respetabilidad, las empresas además se benefician de las “transferencias de imagen”. Las grandes empresas relativamente desprovistas de capital reputacional pueden aspirar a adquirirlo de sus detractores, sobre todo porque estos últimos se encuentran en una posición completamente diferente, que favorece las sinergias: escaso capital económico pero un alto grado de poder para otorgar aprobación simbólica. Sobre la base de esta asimetría, se pueden crear relaciones de cooptación cruzada. Del diálogo, la gente pasará a la colaboración y la asociación, con el objetivo de formar coaliciones bajo el dominio empresarial.

De este modo, se desarrollan “nuevas estrategias corporativas para hacer frente a las turbulencias creadas por los críticos”. Más allá de las maniobras reactivas destinadas a la gestión inmediata de las crisis manifiestas, será cada vez más una cuestión de anticipar, de desarrollar un “enfoque sistemático y proactivo de la crítica”.


 

Extraído de Grégoire Chamayou, The Ungovernable Society. Una genealogía del neoliberalismo autoritario , traducido al inglés por Andrew Brown.

 Las notas a pie de página y las referencias se han omitido en esta edición en línea, pero se pueden encontrar en la versión impresa.