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La función ideológica de Breaking Bad

W. Thomas Pepper 

Al castellano: La inteligencia artificial y Non Lavoro


Al discutir la ideología de la serie televisiva Breaking Bad, no pretendo centrarme en el contenido ideológico de ésta, la ideología patrocinada por los personajes o la ideología que podría parecer de alguna manera la pretensión intencionada de los creadores o escritores. Mi interés está en la ideología que la serie produce en el espectador. Específicamente, si la ideología es una creencia en una práctica, entonces ¿qué tipos de creencias y acciones en el mundo son producidas y motivadas en la audiencia que ve y disfruta de estas series? No se trata de descubrir qué creencias podría decir la audiencia que se derivan de la serie, si las hay; más bien, es una cuestión de qué tipos de actos reales la serie, en su función, motiva, hace concebibles, deseables, y disfrutables.

Muy a menudo, el efecto ideológico real de un objeto estético es muy distinto del contenido cognitivo — como las creencias éticas o las lecciones de vida — que creemos que la obra produce. La película Avatar, por ejemplo y como es sabido, parece enseñar lecciones de preservación ambiental y de poner la vida y la interacción humana significativa antes que el lucro, y éste es a menudo el mensaje cognitivo que la audiencia afirmaría haber recibido de la experiencia de ver la película; sin embargo, a nivel de la conducta real, la película motiva exactamente los mismos actos que pretende condenar: el espectador debe salir y comprar la tecnología más nueva para ver la película en casa en 3-D de alta definición; lo más impresionante de la película es el enorme presupuesto y las aún más enormes ganancias, a la vez que incluso los más fervientes fanáticos notan lo cliché del guión y las débiles actuaciones. Vemos una película de este tipo y, a un nivel afectivo, llegamos a amar y desear las grandes ganancias y la nueva tecnología, sin importar lo que el contenido quiera entregar – y esta es la ideología de la película.

De manera similar, muchos espectadores de Breaking Bad querrán sugerir que la serie de algún modo critica la terrible sensación de anomia y estancamiento que produce nuestro sistema social y económico actual. Probablemente señalarán las dificultades financieras que impiden que Walt reciba tratamiento contra el cáncer, sus decepcionantes y humillantes empleos, su motivación por mantener a su familia, y argumentarán que Walter White es un rebelde anticapitalista, que rechaza un sistema social injusto y opresivo. Quizás señalarán las referencias a Walt Whitman y la relación entre Walter y Jesse Pinkman para afirmar que lo que Walt quiere es algo más que mero éxito financiero, o argumentarán que sus actividades criminales son una forma de protesta contra el sistema social existente.

Mi interés, sin embargo, no está en la ideología que podamos atribuir a cualquier personaje de la serie, sino a los actos reales que el disfrute de la serie motiva en el espectador. Después de ver la serie, ¿se rebelan los espectadores contra el sistema social opresivo, quizás haciendo campaña para una reforma del sistema de salud o de mejores salarios para los profesores? Ciertamente, este no parece ser el caso. Entonces, ¿qué tipo de actividad realmente motiva Breaking Bad? Mi sugerencia será que la función real de esta serie es producir la más pura forma de ideología capitalista global, una forma perfectamente adecuada para convertir a la audiencia en una especie de siervo o vasallo moderno del sistema capitalista. Cuanto más disfrutas viendo Breaking Bad, más perfectamente eres interpelado como sujeto oprimido del capitalismo global, participando con entusiasmo en tu propia opresión y en la opresión cada vezmayor de la mayoría de la población mundial.

El seguidor de Breaking Bad, es, como dice Walter White de sí mismo, “el peligro”, en el sentido de cuanto más ama uno esta serie, más a fondo se ha comprado una interpretación del mundo que motiva sólo aquellas acciones perfectamente adecuadas para facilitar la creciente condensación de la riqueza global y el creciente empobrecimiento y opresión de la mayor parte de la población mundial. El público de esta popular serie se vuelve completamente incapaz de siquiera concebir, y mucho menos de motivarse a realizar, cualquier acción que no encaje perfectamente con la lógica del fetichismo de la mercancía y la creciente adoración del valor de cambio como un Dios incuestionable al que todos vivimos para servir. Tengo la esperanza de que aunque esta afirmación parezca ahora un poco exagerada, e incluso absurda, más adelante, y si el lector sigue el argumento hasta el final, parecerá mucho más convincente. En mi opinión, solo si abordamos francamente la ideología producida en nuestros objetos estéticos favoritos podremos obtener cierto control de nuestras propias ideologías y llegar a ser capaces de producir conscientemente creencias en prácticas que sean menos dañinas y potencialmente incluso beneficiosas para todos.

 Para apoyar la que podría parecer una afirmación escandalosamente exagerada, necesitaré recurrir al concepto althusseriano de ideología, así como a la teoría psicoanalítica freudiana y lacaniana. No intentaré argumentar a favor de la validez de estos conceptos, ni me involucraré en ninguna objeción sobre los significados precisos de los conceptos. Mi objetivo aquí es simplemente utilizar estos conceptos en la crítica ideológica de un objeto cultural específico. En cualquier caso, mi postura sería que los argumentos puramente teóricos no pueden hacer siquiera cercanamente tanto por validar o aclarar tales conceptos como ponerlos en práctica en un ejemplo empírico. Limitaré por lo tanto mi discusión de los conceptos teóricos a una explicación destinada a aclarar cómo los entiendo yo, y no me involucraré en el análisis de textos teóricos para validar mi comprensión de éstos. Ese trabajo es valioso, y lo he hecho antes, pero hacerlo nuevamente nos distraería del propósito de este ensayo.

Siguiendo el concepto de ideología de Althusser, estoy usando el término para referirme a una combinación de creencias y prácticas, a los actos reales que son motivados y habilitados por el contenido de nuestros pensamientos y afectos. Nuestra ideología no es un conjunto de ideas o incluso de afectos, sino que es la combinación de aquellos con las prácticas reales que resultan organizar y propulsar. Como señala Althusser, si alguien “cree en la Justicia, se someterá incondicionalmente a los dictámenes de la Ley, e incluso podrá protestar cuando sean violadas, firmar peticiones, participar en manifestaciones, etc.” (“Ideología y Aparatos Ideológicos del Estado,” 167). Es crucial comprender, aquí, que la ideología es una cuestión tanto de las creencias como de los actos que motiva, de modo que uno podría imaginar una ideología en la que es importante insistir en el “dictamen de la ley” solo para poder tomar ventaja de los límites que impone a los actos de los demás, que son lo suficientemente necios para seguirlo. O una ideología en la que se cree importante proclamar una creencia en Dios, pero siendo esa proclamación en sí misma suficiente para absolverle a uno de la necesidad de practicar cualquier moral particular en la vida real. En tales casos, la ideología real del individuo es que la afirmación verbal otorga permiso para la acción inmoral, como cuando el inversionista bursátil proclama su aceptación de que el capitalismo es opresivo y destructivo, para así poder seguir invirtiendo y acumulando ganancias sin culpa. En este caso, el conocimiento necesario para ser un mejor inversionista, más exitoso en la obtención de ganancias, incluye necesariamente el conocimiento de la opresión y la destrucción ambiental que requiere la ganancia; el desapego “irónico” de una “creencia real” en el capitalismo como algo natural y beneficioso es aquello afectivo que le permite usar este conocimiento en beneficio propio. La ideología no puede separarse de las prácticas materiales reales que le permite realizar al individuo, porque la ideología simplemente es los actos materiales reales de los seres humanos.

Y siempre ha sido una función de las obras de arte producir ideología. Pedagógicamente, podemos preferir enfocarnos en el significado de la obra, su tema o mensaje o lección, las verdades que revela sobre la naturaleza humana o las sociedades humanas. O podríamos enfatizar los rasgos formales, debatiendo qué tan “bien hecho” está el objeto de arte. En realidad, sin embargo, lo que determina si una novela o una película es exitosa, y si consigue ser exhibida, es la ideología que produce en la forma de una interpretación afectiva del mundo que hace que ciertos actos sean disfrutables, y otros literalmente impensables. Y en este sentido, la mayor parte del arte es ideológicamente conservador. Porque, aunque quizás queramos afirmar que lo admiramos por su “calidad” como arte (¿No es maravilloso el cine? ¡Nota la unidad formal del tema con la voz narrativa!), esas afirmaciones no son otra cosa que una justificación proyectada de la razón real por la que amamos la obra de arte: nos permite disfrutar hacer lo que en realidad no tenemos más remedio que hacer en nuestra formación social actual.

Esta afirmación no debería sorprender tanto a quienes estén familiarizados con la teoría estética o ideológica marxista.  Pero quizás debiese ser menos sorprendente de lo que usualmente parece ser, incluso para aquellos que insisten que la “teoría” no ofrece luz alguna sobre la esfera mística de lo estético. Incluso Matthew Arnold insistió en que el objetivo de la poesía es hacernos “sentir”, y T.S. Eliot recalcó que la gran poesía puede comunicar su mensaje incluso sin ser entendida conceptualmente. En mi opinión, quizás la declaración más clara de esta función del arte está en ¿Qué es el arte?, de Tolstoi. Tosltoi afirma que la función propia del arte es “infectar” a la audiencia con “la misma sensación que el autor hubo experimentado”, y que la finalidad de este impacto emocional es precisamente empapar ciertas actividades con un sentido de significado y placer, incluyendo “la abnegación y la sumisión al destino o a Dios… los éxtasis de los amantes… el brío que transmite una marcha triunfal en la música…. la paz que transmite… un canto arrullador” (39). La cuestión es que la obra de arte estructura nuestra experiencia misma del mundo de tal modo que hace de ciertos actos disfrutables y de otros desagradables, o quizás incluso impensables. Para Tolstoi, claramente, las emociones que se transmiten son las que apoyan su particular tipo de ideología cristiana, pero él deja en claro que el arte puede obrar para producir otras ideologías también.

En Las antinomias del realismo, Fredric Jameson discute la dialéctica del afecto y la narrativa que estructuran al proyecto ideológico de la novela. Al discutir El vientre  de París, de Zola, sostiene que demuestra “la maestría del afecto por medio de la ideología, del cuerpo abierto a las sensaciones por medio de la ideología burguesa del cuerpo y su entrenamiento, modales, posturas y práctica” (65). Mi argumento sería que esta dialéctica es el modo en que el arte produce ideología, y el apego a ciertos afectos con ciertas narrativas equivale a producir un tipo de entrenamiento para hallar placer en ciertos tipos de actos. Nuestros afectos no son respuestas emocionales naturales, a pesar de los desesperados intentos de la psicología por encontrar emociones esenciales y universales. Son respuestas socialmente construidas al mundo, hábitos que necesitamos desarrollar para producir placer solo en los tipos correctos de interacciones sociales. En palabras de Jameson, “el afecto se vuelve el órgano de percepción del mundo mismo” (43). Estructurar nuestra percepción del mundo guía y limita las prácticas que podemos realizar, y esta es la función de los objetos estéticos en general.

Una estrategia para moldear nuestra existencia afectiva, y por ende ideológica, en el mundo, es el uso de lo que Freud llamó lo siniestro [N. del T.: también lo extraño inquietante]. El inquietante poder de una obra literaria resulta de un exceso de significado, cuando la narrativa literal conlleva además un significado simbólico que recuerda a “algo que alguna vez fue familiar y luego reprimido” (154). Freud discute específicamente “complejos de infancia, el complejo de castración, la fantasía del útero”, aquellos procesos que han sido “superados” pero que reemergen por su apego, metafóricamente, a una narrativa presente (155). Permear una narrativa con el poder simbólico de un desafío difícil que ha sido “superado” con éxito es un modo de reabrir y, por lo tanto, de cambiar la estructura afectiva en la que experimentamos el mundo. Por decirlo en términos lacanianos: la obra inquietante de la literatura tiene el potencial de amenazar y debilitar momentáneamente nuestros registros simbólicos e imaginarios, quizás solamente para luego restaurarlos con mayor fuerza, o quizás para purgar de ellos elementos perturbadores. (Si la terminología lacaniana es poco clara en este punto, espero que se aclare más adelante en este ensayo.) El asunto es que nos vemos conducidos a una narrativa que recrea, a un nivel metafórico quizás inadvertido, nuestro paso por el complejo de Edipo, permitiéndonos “rehacer” la resolución, quizás con leves alteraciones.

 Mi argumento es que esta repetición simbólica del proceso edípico es la estructura subyacente de Breaking Bad, que ofrece su cautivador poder pero también le permite producir de manera tan efectiva una ideología del capitalismo tardío sin que siquiera lo notemos, haciéndonos sentir tan natural la experiencia del mundo que en realidad requiere tanto esfuerzo social producirlo. Ahora, quiero dejar claro aquí que mi punto no es en absoluto que el psiconálisis revela la “profunda verdad” de esta serie, ni que revela de lo que “realmente se trata”. Breaking Bad es, a un nivel, la historia del intento de Walt de “rehacer” su resolución del complejo de Edipo, pero esta no es la verdad última del programa. Como dijo Freud en La interpretación de los sueños, la develación del contenido latente no es la finalidad del análisis de los sueños; más bien, la meta es ver cómo el contenido latente da forma y hace posible al contenido manifiesto — para Freud, fallar en tomar este siguiente y más importante paso era un gran y común error de los aspirantes a psicoanalistas (La interpretación de los sueños, p. 544 nota 2). Mi argumento no será que la “verdad real” de Breaking Bad esté en el análisis psicoanalítico; sino que, el análisis psicoanalítico funciona para ayudar a explicar cómo la serie es capaz de realizar con tanta eficacia su función “real”: la producción de una forma de una ideología capitalista tan inquietante que nunca estaríamos dispuestos a adoptarla si se nos presentara en cualquier otra forma de discurso.

Para explicar cómo funciona esto, entonces, requeriré hacer uso de algunos conceptos lacanianos, de modo que presentaré, aquí, un breve resumen de mi comprensión de estos conceptos, para así esclarecer su uso en el resto del ensayo.

En términos lacanianos, el pasaje por el complejo edípico se entiende como el proceso de creación del Sujeto, produciendo una persona que forma parte de un sistema simbólico producido socialmente, y que funciona con éxito en el mundo. Lo simbólico es el “orden”, en términos de Lacan, del lenguaje y de otros sistemas de comunicación significativa. El lenguaje siempre ocurre entre múltiples individuos, y volverse totalmente humano es entrar en un sistema simbólico ya existente y así volverse parte de una mente colectiva. El lenguaje, obviamente, no busca etiquetar el mundo — como si tratásemos de poner etiquetas en cada cosa para así poder usar la etiqueta para referirnos a lo concreto particular en su ausencia. En cambio, debemos comprender que el lenguaje funciona para crear categorías, abstracciones, y para producir una interpretación del mundo que nos permita concebir cómo funcionan las cosas y qué podemos hacer — tanto las cosas independientes-de-la-mente como las estructuras sociales son categorizadas y construidas en el lenguaje. El significado de una palabra siempre es, siempre debe ser, negociado socialmente.  De modo que el orden simbólico es siempre un sitio de negociación constante para la mejor interpretación del mundo, aquella que se adecue a las necesidades de la mayoría de los  individuos  corpóreos. No hay, luego, pensamiento alguno, para un sujeto humano, fuera del lenguaje. No “pensamos” y luego tratamos de “hallar las palabras para decir” lo que tenemos en mente; sino que, podemos solo pensar en el lenguaje, y cuando estamos “sin palabras” no es por un pensamiento que no podamos expresar, sino por alguna experiencia que no podemos pensar simbólicamente. Lo que nuestro sistema simbólico particular no puede explicar, lo que excluye, es a lo que Lacan se referiría como lo Real, las sobras de realidad que no podemos aún incorporar en nuestro sistema social existente. El orden imaginario, luego, es la esfera de la experiencia perceptual y corporal, de nuestro sentido no-verbal del mundo, nuestros apegos a estructuras particulares de experiencia. Esto es también algo construido socialmente, que adquirimos de nuestra cultura y experiencias. Nuestro disfrute de ciertos tipos de música, ciertas comidas, gamas de color, modos de sentarnos, tipos de vestimenta, sentido del espacio personal, percepciones de lo atractivo, todo esto está en el orden de lo imaginario. Lo simbólico y lo imaginario interactúan, y se dan forma uno al otro. Una experiencia perceptual repetida puede hacer que, colectivamente, produzcamos un nuevo concepto simbólico, pero descubrir un nuevo símbolo, una nueva palabra o término ya en uso, puede también alterar la manera en que percibimos algo — como cuando repentinamente comenzamos a “notar” algo con mayor agudeza una vez que conocemos el término para ello. Es importante aquí tener en mente que nuestras sensaciones y percepciones no-verbales son siempre tan completamente construidas socialmente como nuestro lenguaje y conceptos. No hay jamás cosa alguna como una “percepción pura de la realidad como es”, porque todas las percepciones están en el orden imaginario, y son por completo construidas socialmente.

La resolución del complejo de Edipo en términos lacanianos, entonces, no es el paso de lo imaginario a lo simbólico. En cambio, es la incorporación exitosa de un individuo a un sistema social simbólico/imaginario existente. El término de Louis Althusser para la culminación exitosa de este proceso es “interpelación como sujeto.” Nos volvemos sujetos cuando sentimos como natural e inevitable el sistema social en el que debemos funcionar.

Para explicar cómo se efectúa esta interpelación, necesito introducir dos términos adicionales de la teoría lacaniana: la mirada y la plenitud imaginaria. En un sentido, todo el sistema simbólico que debemos aceptar es, para Lacan, el Gran Otro, un sistema de pensamiento que asumimos perfecto y completo, que podría concedernos la completa felicidad si solo pudiésemos captarlo totalmente. Sin embargo, tendemos a separar al Otro en múltiples “miradas”, cuya aprobación buscamos: la mirada de la madre, cuya aprobación y cuyo deseo por nosotros nos asegura que somos lo suficientemente buenos y que seremos cuidados; la mirada del padre (internalizada en la teoría freudiana como el superyó) que a menudo amenaza con el castigo si transgredimos las reglas del orden simbólico. Buscamos aprobación de estas diversas miradas, cuyas exigencias a menudo son incompatibles, porque la entrada en el sistema simbólico promete un estado futuro de felicidad — o, más apropiadamente, promete el retorno a algún estado imaginario “perdido” de felicidad perfecta. A medida que el individuo entra en lo Simbólico, hay una sensación de pérdida, una sensación de que el lenguaje requiere de un nivel de abstracción que nos hace perder algo de nuestra experiencia directa del mundo. Esta pérdida puede generar la fantasía de la “plenitud imaginaria”, el deseo de volver a este estado (que nunca existió realmente) en el que teníamos una percepción directa, no construida, pura y “plena” del mundo, así como también la gratificación instantánea y sin esfuerzos de todo deseo por medio del solo pensamiento. La entrada al orden Simbólico sí requiere de la aceptación de alguna pérdida, la pérdida de las posibilidades de las casi infinitas otras estructuras simbólicas en las que podríamos haber entrado; además hay una exclusión necesaria, la realidad de que nunca ningún sistema simbólico puede incluir totalmente toda experiencia posible del mundo — un sistema simbólico es siempre incompleto. Aceptar esta pérdida, y entrar en un sistema simbólico, requiere contener la fantasía de la plenitud imaginaria (generalmente percibida como un exceso femenino o materno de presencia incoherente amenazante), usualmente con la ayuda de las restricciones morales o el código del superyó (generalmente en la forma de la ley prohibitiva del padre). Esta aceptación se hace posible gracias al apego a ciertos tipos de objetos: el famoso “objeto a”,  o el “objeto-causa del deseo”, que imaginamos nos dará felicidad pura una vez que lo poseemos; o el objeto fálico, que nos dará un poder enorme si podemos apoderarnos de él, compensando nuestra pérdida con su capacidad mágica de generar algo de la nada. Queda, por supuesto, la posibilidad de que podamos prescindir de los delirios asociados a estos objetos, pero solo si podemos aceptar completamente que el orden simbólico se produce socialmente, y que podemos desarrollar prácticas colectivas en las cuales negociar su transformación en vez de encontrar maneras de tolerar el acceso pasivo a él; tal resolución del complejo de Edipo, sin embargo, es rara, y es presentada en la mayoría de las formaciones ideológicas como peligrosamente inestable, en lo mejor de los casos, y como locura pura, en lo peor. Yo sugeriría, sin embargo, que en la actual coyuntura, rechazar tal solución, rehusarse a aceptar el desafío de involucrarse en el esfuerzo que requiere, puede solamente conducir a la postura más debilitante del sujeto y dejarnos completamente incapaces de acción real en el mundo.

Con estos conceptos en mente, entonces, procedo a demostrar cómo Breaking Bad representa el complejo de Edipo a un nivel metafórico. El punto, reitero, es demostrar cómo funciona esto para naturalizar la ideología capitalista particular que está produciendo el programa. Muchos objetos estéticos de hoy están estructurados por una narrativa edípica metafórica. Casos obvios de esto serían las novelas para adultos jóvenes como Harry Potter o Los juegos del hambre, pero claramente es también el principio organizador de la ficción para adultos como The Goldfinch y programas de televisión como Dexter y The Blacklist. Mi punto no es que una vez que vemos esta “estructura profunda” hayamos descubierto la “ideología real” de la obra. Por el contrario, como sugiere Freud en Lo Siniestro, esta técnica se puede utilizar para fines muy diferentes, y el objetivo es utilizar la teoría psicoanalítica para explicar cómo el contenido latente se transforma tan poderosamente en el contenido manifiesto particular que es nuestra experiencia ideológica del mundo. No todas las obras estructuradas por la narrativa edípica producirán la ideología horriblemente malvada que produce Breaking Bad.

Tampoco estoy sugiriendo que los creadores y escritores del programa sean conspiradores malvados que intentan lavarle el cerebro al público. No tengo ninguna duda de que desconocen la ideología que están produciendo, porque como todas las ideologías les parece, simple y obviamente, la forma “natural” en que las cosas “simplemente son” en el mundo. Los espectadores, además, no están adoptando intencionalmente una ideología reprensible, vitoreando alegremente el mal que hacen Walt y sus compañeros. De hecho, no tengo ninguna duda de que los espectadores dirán que están viendo el programa “como una ficción” y que, por lo tanto, están irónicamente separados de los horrores que están presenciando, del mismo modo en que uno puede ver violencia en una caricatura y no sentirse llamado a dejar caer yunques sobre las personas. Mi punto, sin embargo, será que este desapego irónico es un elemento esencial de la ideología capitalista que se está produciendo.

***

 Breaking Bad comienza con Walt en un estado insatisfactorio de interpelación, en su quincuagésimo cumpleaños, diagnosticado con cáncer y viviendo una existencia lamentable y sin sentido. Está resignado a la castración simbólica en todos los aspectos de su vida: lo vemos intentar conversar en la mesa del desayuno, sin el interés de su familia; lo vemos intentar enseñar química a sus estudiantes completamente desinteresados ​​y que demuestran la típica resistencia infantil a la autoridad; lo vemos humillado en su trabajo de medio tiempo en un lavado de autos, donde trabaja, en un intento fallido de mantener a su familia (no hay suficiente dinero para reparar un calentador de agua que funciona mal o para pagar las facturas). Esto es castración, en el sentido lacaniano: la disminución de su capacidad para interactuar de manera significativa con el mundo. En su fiesta de cumpleaños, su cuñado vulgar y machista lo menosprecia. Después de la fiesta, su esposa le ofrece sexo de cumpleaños y procede a intentar masturbarlo mientras ella celebra con entusiasmo la oferta de un objeto que está vendiendo en eBay. Enfrentado a la muerte, y a la probabilidad de que su única contribución al mundo sea que dejará a su familia endeudada enormemente por el tratamiento contra el cáncer, Walt decide rechazar su adecuada interpelación como buen sujeto y hacer un nuevo intento.

Su objetivo es producir una especie de objeto fálico que le otorgue un poder enorme, incluso ilimitado, para interactuar con el mundo, un poder que supera cualquier cosa que cualquiera pueda hacer dentro de las limitaciones del sistema social existente. Este es, por supuesto, la metanfetamina en cristal que él produce, y eventualmente la increíblemente pura e infinitamente valiosa “metanfetamina azul” que él insiste repetidamente es su posesión (la llama repetidamente “mi cocina” y se pone furioso cuando sospecha que alguien más está usando su “receta”). El objeto fálico es típicamente un intento de eludir el mundo del trabajo manual para producir lo que, en términos marxistas, se llamaría valor de uso. El objetivo es encontrar un objeto que pueda otorgarle a uno el poder de adquirir los objetos de deseo sin la necesidad de pasar por el trabajo de producirlos. La metanfetamina azul de Walt cumple este papel a la perfección, tomando algunos artículos de valor de uso limitado y transformándolos en algo sin absolutamente ningún valor de uso pero con un valor de cambio casi infinito.

Al mismo tiempo, debe navegar por la vigilancia de la mirada, ya que tanto Hank, su cuñado agente de la DEA, como Skyler, su esposa hostil y crítica, están “observando” sus acciones, prohibiéndole producir su nuevo objeto fálico. Como resultado, produce una segunda personalidad, una nueva posición de sujeto desde la cual actuar: Heissenberg. La elección del nombre, sin duda, tiene la intención de sugerir tanto la concepción popular errónea del “principio de incertidumbre de Heissenberg”, a menudo utilizada para afirmar la universalidad de la ideología posmoderna, y sugerir lo que menciona un personaje en el programa, “uno de los científicos de la bomba atómica de Hitler”, el uso de conocimientos superiores para objetivos reprensibles.

A medida que avanza la serie, por supuesto, cada vez que Walt acumula una gran suma de dinero, algo sale mal, lo pierde todo y necesita comenzar de nuevo, esta vez más grande, con más ganancias. El ciclo de erección y detumescencia del objeto fálico se repite, hasta que finalmente Walt ha acumulado alrededor de ochenta millones de dólares y decide que ahora puede regresar al mundo ordinario, reingresar al sistema simbólico como un ahora exitoso y rico hombre de negocios, con el enorme poder  fálico de sus millones ocultos, y su crimen primordial completamente reprimido. Por supuesto, en este punto la mirada superyóica, encarnada por Hank, ve a través de la artimaña y todo se derrumba. Excepto que al final, sabemos que Walt ha logrado transmitir su objeto fálico a sus hijos, amenazando a Gretchen y Eliot (sus compañeros de posgrado y antiguos socios comerciales, ahora multimillonarios) en pretender un fideicomiso para la familia White.

Por supuesto, una vez que vemos esta estructura, podríamos pasar a mapear exhaustivamente todos los aspectos de la serie en esta narrativa metafórica del proceso edípico recreado por Walt. Él busca la mirada aprobatoria no de una madre sustituta, sino de un hijo sustituto, Jesse, de quien necesita, más allá de la razón, que lo acepte como su figura paterna en posesión del falo, capaz de transmitirlo o retenerlo a voluntad. La relación vagamente definida con Gretchen, cuya elección de Eliot sobre él excluye a Walt del mundo del control del orden simbólico, de “Grey Matter” y su enorme riqueza y poder, funciona como el “no del padre” inicial que separa al niño de su intento de apego a la madre, obligándolo a aceptar la pérdida inherente a la entrada en el orden simbólico. Podríamos continuar indefinidamente, mapeando cada parte de las cinco temporadas, pero una vez que se capta la estructura básica esto se vuelve simplemente tedioso.

El punto es que, al final, sentimos que esta es una historia convincente, que no necesitamos condonar todas las acciones de Walt para sentir que ha logrado resistir la opresión castradora del sistema simbólico y recuperar algo de poder fálico. Esta forma de resistencia, por supuesto, resulta de que el sistema simbólico/imaginario es visto como un hecho, como fijo e incorregible, de modo que las únicas alternativas son la aceptación completa o el rechazo completo. A la vez, debemos quedarnos con la sensación de que este es el precio que uno debe pagar por cualquier intento, siempre, de obtener poder para actuar en el mundo: debemos consentir, aunque solo sea de manera subliminal, la suposición de que lo simbólico es inevitablemente castrante, y que cualquier intento de sentirse “vivo” (como dice Walt) debe realizarse inevitablemente sólo por medio de un objeto fálico, la magia del valor de cambio puro, y que debe tener un precio enorme. La posibilidad de entrar y luego transformar el sistema simbólico/imaginario socialmente producido en esta interpretación particular del dilema edípico es descartada.

Este es, sin embargo, solo el “contenido latente” del programa. El verdadero esfuerzo está en  determinar qué “contenido manifiesto” funciona para producir y naturalizar esta estructura profunda. ¿Qué ideología se hace sentir natural e inevitable con nuestro mismísimo disfrute de esta serie?

La primera, y más importante, es la exclusión absoluta de cualquier forma de trabajo productivo para producir valor en el mundo. Es imperativo para la ideología que se está produciendo aquí que cualquier cosa que tenga un valor de uso (incluso cosas tan básicas como la comida, la ropa y la vivienda) no se puedan producir con el trabajo, con el esfuerzo en el mundo, sino que solo se pueda comprar con valor de cambio, con dinero. Y el dinero solo se adquiere jugando un juego de poder — nunca se gana con trabajo duro, a cambio de trabajo, sino que siempre y solo se acumula en cantidades fuera de toda proporción con el esfuerzo invertido, y mediante amenazas de violencia o simple robo. Esta idea del poder supremo y mágico del valor de cambio puro, como si pudiera convocar nuestras necesidades materiales de la nada, con solo existir en cantidades suficientemente grandes, es una de las ideologías más poderosas y debilitantes. Es la más poderosa porque ni siquiera necesitamos “creer” en ella de ninguna manera consciente; simplemente se pone en práctica en todo lo que hacemos, la creencia existe en todas nuestras prácticas. De igual manera que esas ruedas de oración tibetanas, donde simplemente hacerlas girar mantiene el universo en movimiento sin siquiera la necesidad de decir la oración, mantenemos viva esta ideología del poder mágico del valor de cambio al hacer que todas nuestras acciones pasen a través de la red de intercambio monetario sin siquiera pensar en ello.

La interpretación del mundo, en Breaking Bad y en la cultura estadounidense en general, es tal, que solo la habilidad innata, y nunca el esfuerzo, puede ser recompensada — debemos ser amados y exitosos por lo que somos, nunca por lo que hacemos. Esto se figura en Breaking Bad porque Walt ya tenía, al comienzo de la serie, todo el conocimiento que necesitará, así como por la imposibilidad de que alguien más adquiera el conocimiento para hacer la metanfetamina azul (pueden aprender el procedimiento de memoria, observando e imitando a Walt, pero no pueden entender por qué funciona, y la “pureza” de la metanfetamina inevitablemente declina una vez que Walt ya no supervisa al cocinero). En términos de la narrativa edípica, esto también se figura en la relación de Walt con Gretchen: los sucesos de su “aprendizaje” de la química se describe exclusivamente en el proceso de un flirteo con la mujer que resulta ser su “madre” simbólica, que lo rechaza por el “padre”, Eliot. Walt no puede concebir la participación en el sistema simbólico como uno entre muchos sujetos, negociando el significado (lo mismo ocurre con Gale, que rechaza el mundo de la química por el mundo del crimen porque no puede tolerar la “política” de la ciencia). Cualquier participación en la lucha por dar forma al sistema social se presenta como castradora y humillante, mientras que desde una perspectiva lacaniana lo que quizás debería ser entendido como castrador sería el intento de Walt de ser, en lugar de tener, el falo (en la forma de su adopción de la persona de Heissenberg) y su fantasía de lograr un retorno a la plenitud imaginaria infantil, si no para él mismo, al menos para su familia. Visto a través de este “órgano de percepción del mundo” en particular, sólo podemos permitirnos placeres ilícitos o placeres indirectos — ¡los hombres reales no actúan en el mundo real!

Es crucial para la ideología que se está produciendo que el producto que se produce no tenga ningún valor de uso. Es una sustancia adictiva capaz, se nos dice, de hacer que incluso las actividades más estúpidas e inútiles parezcan inmensamente interesantes, pero no puede alimentar ni vestir a nadie, y su uso sólo conduce al deseo adictivo de consumir más y a la actividad criminal necesaria para obtener más dinero (valor de cambio) para obtener más metanfetamina.

En ningún momento del programa hay indicios de que alguien produzca algo con valor de uso. Incluso la empresa de Ted Beneke, que al parecer alguna vez produjo algún producto útil, sigue existiendo solo a través del fraude fiscal. Ahora, la mayoría de la gente no se dará cuenta de esto, y este es exactamente el punto. Aceptamos, sin lugar a dudas, un mundo en el que el objetivo es producir, cada vez más, dos clases: los súper ricos y la masa de pobres crónicamente desempleados que trabajan ocasionalmente en la industria de servicios. Las mercancías que comprarán los ricos, aparentemente, se fabrican en otros lugares — en China, como lamenta Ted Beneke.

Esta es la razón por la que en el transcurso de la serie nos alejamos cada vez más del mundo del usuario real de metanfetamina, el cliente que consume el producto asombrosamente puro que fabrica Walt. Aprendemos a dejar fuera de nuestra conciencia los efectos de esta búsqueda interminable del valor de cambio puro sin la preocupante necesidad de trabajo y valor de uso. Vender la cantidad de metanfetamina que producen Walter y Jesse seguramente debe costar decenas de miles de vidas desperdiciadas, pero esto se vuelve, al final de la serie, completamente invisible. Vemos, en las primeras temporadas, el efecto devastador en la vida de los adictos, sobre todo en el episodio seis de la segunda temporada, “Peekaboo“, en el que Jesse ve las vidas de una pareja adicta y de sus descuidados y semi-salvajes niños. Pero cada vez más estas preocupaciones pasan a un segundo plano, y la producción de metanfetamina llega eventualmente a ser como la mina de plata en Nostromo, de Conrad, que produce un flujo interminable de valor de cambio puro casi por arte de magia, sin necesidad de producir nada de uso material real. La fantasía organizadora es, por supuesto, llegar al punto en el que tenemos suficiente valor de cambio puro para volver al estado mágico de la plenitud imaginaria pura, viviendo en un mundo infantil de felicidad física en el que todos nuestros caprichos se cumplen instantáneamente.

Pero la interminable postergación de este estado de plenitud imaginaria se ve reforzada por la profundamente perturbadora ideología de género de Breaking Bad. No hay un solo personaje femenino en toda la serie que no sea una zorra castigadora y castradora, o una zorra seductora y apetitosa. Lo más cercano que nos acercamos a los personajes femeninos positivos son la prostituta adicta a la metanfetamina Wendy y la madre soltera adicta Andrea. Skyler se presenta como una perra cruel, hostil y crítica, interesada solo en evitar que su esposo gane más dinero para que ella pueda seguir menospreciándolo por no proporcionar lo suficiente. Jane, la novia de Jesse, es retratada como una clásica mujer fatal del cine negro, hasta el cabello y el maquillaje, y ella le introduce a la heroína, de modo que cuando Walt la ve ahogarse con su propio vómito, nos damos cuenta de que él tiene razón, ella sólo seducirá a Jesse hacia una vida de adicción mortal sin fin. La primera experiencia de Jesse inyectándose heroína se describe justamente como una ilustración del hundimiento en la plenitud imaginaria pura, y es la amenaza de que ella le robe su poder fálico y lo devuelva a un estado infantil lo que obliga a Walt a quedarse de pie y mirar mientras ella muere. La única mujer que se involucra en la por lo demás completamente masculina lucha por la acumulación de valor de cambio, Lydia, es retratada como un desastre neurótico — en un momento, el tío de Todd le advierte que Lydia es “tan tensa que probablemente tenga una trituradora de madera como coño, si lo metes, sacarás un muñón”. Los hombres de Breaking Bad están atrapados entre Circe y las Sirenas, entre una mujer dominante que los reducirá a la condición de animales domésticos y una seductora tentadora que los atrae a la muerte. En esta ideología de género, la única alternativa positiva posible sería una comunidad totalmente masculina, y la posibilidad de esto seguramente se sugiere en la figura de Gale (y por supuesto en las referencias, a través de Gale, a Walt Whitman), así como en la relación de Gus Fring con su socio original en el negocio de la metanfetamina y pollo frito. Es revelador, entonces, que estas dos figuras reciban un disparo en la cabeza y que Gale se presente como una peligrosa amenaza para la vida de Walt. La misoginia flagrante y la (algo más sutil) homofobia no es intrascendente o tangencial a la función ideológica de la serie; más bien, es central para la presentación de un retiro infantil a una fantasía de plenitud imaginaria como la única estrategia posible para el disfrute en el mundo.

Al final, nos quedamos con un mundo en el que la única vida que puede permitirnos sentirnos “vivos”, el único disfrute en el mundo, es una comunidad de hombres dedicados a la competencia pura y brutal por la acumulación de cantidades masivas de valor de cambio. Además, es casi esencial que esta acumulación de valor de cambio puro no se haga de alguna manera que produzca algo de utilidad, o que  tal vez pueda reducir el sufrimiento humano en el mundo (la sugerencia de que Gretchen y Eliot, dueños de Grey Matter, producen medicamentos útiles está inextricablemente unida a que se presenten como los más patéticos y, en el caso de Elliot, completamente castrados personajes del programa). De hecho, la sugerencia es que cuanto más sufrimiento humano se produce en el proceso de acumulación de riqueza, más plenamente se ha “vivido”. Dejar un rastro de muerte, pobreza y adicción es una señal de que uno ha rechazado los límites del sistema y ha vivido una vida plena.

Ahora, siempre podríamos decir que todo esto es metafórico, que el viaje de Walt es solo una metáfora de la realidad existencial que todos inevitablemente enfrentamos. Pero ese es exactamente el punto: la realidad socialmente producida del capitalismo global se naturaliza como situación existencial, en la que la única forma en que podemos arrancar cualquier disfrute de un sistema simbólico castrador es agarrando el falo destructivo del valor de cambio puro. Creemos que esto es solo una característica inherente de la existencia humana, y no podemos ver que es una situación que hemos producido en nuestros sistemas sociales, y que podríamos cambiar si pudiéramos elegir colectivamente hacerlo. Pero los objetos estéticos como este funcionan no solo para hacer que ese cambio colectivo parezca desagradable, sino para mantenerlo realmente impensable, fuera del ámbito de lo que podemos incluso concebir.

Si disfrutamos de este espectáculo, todas las relaciones humanas, si quieren hacernos sentir “vivos”, se verán reducidas a una competencia hostil por el poder y la acumulación de su símbolo más mágico: el dinero.

Y entonces, ¿qué podemos hacer al respecto?

***

Mi sugerencia es que es obligación de la comunidad académica estudiar el efecto ideológico de los objetos estéticos, determinar qué ideología están produciendo e intentar persuadir a la gente para que produzca ideologías más positivas. En ¿Qué es el arte?, de Tolstoi, que mencioné al comienzo de este ensayo, se analiza el enorme poder de ciertas obras de arte cuando se leen durante la adolescencia: “la única razón por la que los niños y adolescentes experimentan con tanta fuerza las obras de arte es que les transmiten por primera vez sentimientos que no han experimentado antes ”(59). Sugeriría que esto es cierto, y también que estas obras estructuran la experiencia afectiva del mundo de formas poderosas y que serán difíciles de cambiar en la vida posterior. Todos estamos familiarizados con las poderosas asociaciones que tenemos con los libros que leemos y la música que escuchábamos cuando éramos adolescentes, cómo estas cosas dan forma a nuestra experiencia del mundo por el resto de nuestras vidas. En términos lacanianos, entonces, podemos ver que estas experiencias ocurren cuando estamos solidificando nuestra posición en el sistema simbólico/imaginario colectiva y socialmente producido, a medida que estamos siendo interpelados como sujetos. Quizás estas interpelaciones iniciales se puedan superar, pero sin duda es enormemente difícil hacerlo por completo. ¿No debería ser la obligación de quienes estudian los objetos estéticos proporcionar alguna guía en cuanto a las ideologías en las que estamos interpelando a nuestros hijos, en cuanto a en qué tipo de sujetos se están convirtiendo? Parecería obvio que deberíamos querer evitar que se incorporen a un sistema simbólico que solo puede producirles miseria y sufrimiento, y luego tener que pasar la vida luchando por escapar de él o transformarlo.

Sin embargo, dado que tantos jóvenes ya han visto estos programas, que ya los han disfrutado por completo y se han convertido en sujetos del capitalismo global, ¿hay algo que se pueda hacer para remediar la situación?

Creo que es imperativo incluir el estudio de programas como Breaking Bad en el aula universitaria. Pero existe un peligro evidente al hacerlo. La enseñanza de los objetos estéticos siempre ha estado ligada a la idea de que lo que estamos estudiando vale la pena estudiarlo porque de alguna manera es bueno; y si no podemos afirmar que es bueno en su función ideológica, recurriremos a elogiar la perfección formal, como, por ejemplo, cuando solíamos enseñar los Cantos de Ezra Pound porque es una poesía tan hermosa que la ideología fascista no tiene importancia. Sería bastante fácil caer en esto con una serie como Breaking Bad, donde el valor de la producción es tan alto, la dirección, la actuación y la escritura tan bien hechas, que podemos admirar con qué perfección y eficacia produce su terrible ideología y que, como resultado, simplemente fortalece su impacto.

Es importante ilustrar cómo la obra produce su efecto, explicar por qué funciona tan bien, pero solo si al hacerlo estamos ayudando a “desenmascarar” el truco del mago, y así ofrecer al espectador la opción consciente de aceptar la ideología producida o no. Volviendo a mi ejemplo de Avatar, el mensaje moral ostensible de la película es en lo que la mayoría de los profesores se enfocarán pedagógicamente, pero el poder real de la película está, usando la terminología de Jameson, en la producción del órgano afectivo de percepción del mundo, en la que aprendemos a tener una respuesta emocional positiva a la nueva tecnología, a presentaciones glamorosas y escenas largas y prolongadas de violencia física extrema. Y señalar lo bien que están hechas estas escenas, lo hábilmente elaboradas, es peor que no mencionarlas en absoluto, a menos que lo hagamos solo para demostrar que la aparente moraleja es un soplo para nuestra mente pensante, una tina lanzada para distraer al leviatán del pensamiento mientras la tarea real de investir[1] nuestro afecto continúa sin restricciones.

Al mismo tiempo, al señalar la narrativa edípica estructurante es crucial que evitemos reificarla, que no presentemos esta narrativa como la “verdad real” más profunda de toda la serie y que, por lo tanto, presentemos esta estrategia particular para la resolución edípica como la única posible para los seres humanos. Porque es igualmente posible imaginar una resolución que se niegue a aceptar el orden simbólico como algo dado fijo e inviolable para la cual la única respuesta es la rebelión extrema. Es decir, si captamos el orden simbólico como algo producido socialmente, algo que hacemos en conjunto con otros individuos y que podemos cambiar mediante un proceso de negociación consciente, no es necesario ver como nuestra única alternativa a su opresiva negación de nuestra capacidad de actuar en el mundo un rechazo violento y criminal que opere fuera del sistema simbólico. Podríamos ver, en cambio, una solución que se involucre en la lucha para cambiar la formación social.

Ahora, en este punto, todos podemos imaginar el salón de clases universitario, donde algún estudiante dirá inmediatamente “pero Walt realmente no tenía otra opción, o tal vez “pero Gus Fring realmente era malvado” o “Saul realmente es un abogado corrupto“. Esta es una confusión difícil de superar para la mayoría de las personas. Por supuesto, las opciones de Walt no son “realmente” limitadas, porque no son reales en absoluto, son una ficción destinada a afirmar un punto ideológico. Tener a Saul como el único representante del sistema legal hace producir la ideología de que el sistema legal es un conjunto inerte de reglas y es nuestro trabajo encontrar formas de subvertirlas o volcarlas para nuestro beneficio — no porque Saúl “realmente sea” cualquier cosa, sino porque es un personaje de ficción que simplemente cumple la función de representar el sistema legal de esta manera. Cada evento y personaje de la obra es una ficción creada exactamente por el efecto ideológico que tendrá al nivel de nuestra experiencia afectiva al ver los episodios.

Una alternativa sería introducir lo que está excluido en el mundo de la serie. ¿Qué pasaría si discutiéramos la cantidad de delitos que tendrían que ocurrir en el suroeste para generar los ochenta millones en ingresos que Walt obtiene solo en la última temporada? ¿Qué pasaría si discutiéramos las vidas realmente destruidas por la adicción a la metanfetamina en la vida real? O discutiéramos el daño real hecho a las vidas de los trabajadores por el sistema actual del capitalismo global, la destrucción de los sindicatos, la creciente pobreza infantil, la aparentemente interminable disminución del nivel de vida y el aumento del desempleo entre la mayoría de los estadounidenses, que son las mismos personas que recurren desesperados a las drogas y el crimen.

El objetivo debe ser disminuir el disfrute de programas como este, hacerlos sentir más perturbadores, forzar a la conciencia aquellos aspectos de la realidad que tales programas intentan hacernos olvidar. Porque este es realmente uno de los programas más populares entre los estudiantes universitarios de hoy, y su capacidad para disfrutarlo debería ser una preocupación para todos nosotros. Sentarse y ver un “atracón” de Breaking Bad en AMC un domingo por la noche puede funcionar de la misma manera que las drogas adictivas, permitiendo al espectador aceptar la castración completa, en el sentido lacaniano, a manos del sistema existente, en retorno por el disfrute periódico de fantasías pasivas. Se vuelven siervos más dóciles para el imperio del dos por ciento más rico, convencidos de que no hay alternativa alguna.

Por eso mismo, también es importante buscar y fomentar objetos estéticos que puedan ofrecer algunas alternativas positivas. Pero mientras tanto, nuestro objetivo debería ser criticar la droga ideológica mortal en que se ha convertido, como es sabido, el “programa más visto en exceso”, según la revista Time (junio de 2014). Si no lo hacemos, sus fanáticos se enfrentan a un futuro no mucho más prometedor que el de los adictos a las metanfetaminas al que Breaking Bad nos enseña a volvernos completamente indiferentes.


Obras citadas

Althusser, Louis. “Ideología y aparatos ideológicos del estado (notas para una investigación)”. Trans. Ben Brewster.  Lenin y la filosofía y otros ensayos . Nueva York: Monthly Review Press, 1971.

 Breaking Bad. Creada y producida por Vince Gilligan. Sony Pictures y American Movie Classics. 2008-2013.

Freud, Sigmund.  La interpretación de los sueños.  Trans. James Strachey. Nueva York: Avon Books, 1965.

-. “Lo Siniestro”. Trans. David McLintock.  The Uncanny. Nueva York: Penguin Books, 2003.

Jameson, Fredric.  Las antinomias del realismo. Londres: Verso, 2013

Tolstoi, Leo. ¿Que es el arte? Trans. Richard Pevear. Nueva York: Penguin Books, 1995.


 

[1] [N. del T.] La palabra que usa es “cathecting”, haciendo referencia a “hacer la catexis a”. He escogido “investir”, en referencia a la “investidura libidinal”, otra traducción posible del mismo concepto psicoanalítico.